Esperanza

Leo Cortijo
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Rubén Palomino

Esperanza - Foto: Reyes MartÁ­nez

La fuerza del guerrero no reside en su espada, sino en el espíritu con el que abate a sus enemigos. Un espíritu que encuentra en la esperanza su principal fuente de alimentación. En ese estado de ánimo que asienta sus cimientos cuando se presenta como alcanzable lo que se desea conseguir. Sea la meta que sea. Por complicada y dura que pueda parecer. La fuerza del guerrero, por tanto, depende del tamaño de su corazón.

Durante muchos años, Rubén Palomino fue un guerrero en el ruedo. La razón fundamental por la que la Cuenca taurina y los amantes del toreo a cuerpo limpio sacaban pecho. Y lo hacían muy orgullosos. Su nombre –siempre con la bandera de Cuenca por delante– recorrió las principales plazas de España y Francia. Su juventud, de lleno, la entregó a una causa noble, tanto como la honradez del que se pone delante sin ninguna otra arma que su propio pecho y sus muslos con la esperanza de burlar la acometida de la muerte vestida de negro y con dos puñales en forma de pitones. 

Empezó muy pronto y su inicio fue meteórico. «Una temporada participé solo en un concurso; a la siguiente ya fueron 16; y a la siguiente gané el primer Campeonato de España», comenta Rubén, que relata cómo a partir de ese «espectacular» hito, estuvo ocho años en lo más alto del panorama de recortadores. Era la punta de lanza. Traspasó gustos y opiniones y todos cantaron sus victorias. Presentó batalla en todos los concursos importantes. Recorría España «de punta a punta», y es que «un día estaba en Sevilla, al día siguiente en Logroño y al siguiente en alguna ciudad francesa». Vivía por y para ello. Se preparaba por y para ello. Y solo pensaba por y para ello. Su día a día lo marcaba la esperanza del recorte eterno. 

Pero el guerrero, tras haber saboreado lo más dulce del triunfo, tiene que saber cuando ha llegado su hora. Tras una cogida «muy fuerte» y debido también a la reducción de festejos como consecuencia de la crisis económica, prefirió «quitarse de en medio». Porque siempre –o casi siempre– una retirada a tiempo es una victoria. Entonces la vida de Rubén dio un giro de 180 grados y enfocó sus quehaceres a una salida profesional no desconocida para él ni para su familia: la hostelería. No en vano, su padre defendió durante muchos años un emblema de la ciudad, el Korynto. Un castillo infranqueable, como él ahora defiende el suyo, que es el Martina, en plena Carretería. Otro buque insignia de la Cuenca hostelera.

«Yo he nacido en este trabajo, y es algo muy vocacional, que te tiene que gustar mucho», explica. «Es muy sacrificado porque son muchas horas», pero «con ganas e ilusión» se lleva bien. Y a este nuevo guerrero, no del ruedo, sino de la barra, le va muy bien. Sabe que no basta con tener el local bien ubicado, sino que «hay que dar lo mejor de ti». En la batalla del día a día de desayunos y almuerzos a discreción, resultan fundamentales sus escuderos, su fiel equipo de camareros, de los que se siente «muy orgulloso». Muchos clientes, ante lo abarrotado del negocio en algunos momentos del día, le piden que amplíe el local, que a veces no hay sitio para sentarse. Pero él lo prefiere así, «no vaya a ser que luego no lo llene como ahora...».

¿Y cuál es el secreto de ese éxito? El mismo que cuando recortaba: un corazón repleto de esperanza. Aquella que nunca hay que perder. «Cuando le pones a todo lo que haces ilusión por conseguir metas, todo lo demás viene solo», comenta Rubén. Así, tarde o temprano, llegan los resultados. Esperanza, con mayúscula. La que se fue, pero siempre está y nunca faltará. Ayer, hoy y mañana. Porque hay una Esperanza que todavía está por venir...