El pregón de la Semana Santa 2014

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La Tribuna de Cuenca acerca a sus lectores el pregón integro de la periodista Paloma Gómez Borrero.

El pregón de la Semana Santa 2014 - Foto: Francisco Romero Reyes Martínez

Excelentísimo y Reverendísimo Sr. Obispo, Excelentísimo Señor  Alcalde, Dignísimas autoridades y Representaciones, Señor Presidente de la Junta de Cofradías, Señoras y Señores de la muy histórica y hermosa ciudad de Cuenca que se honra con ser además de Única y bella, Patrimonio de la Humanidad.
Permitidme que comience manifestando mi agradecimiento por haberme elegido, en este año de gracia 2014, pregonera de la Semana Santa de esta noble ciudad del Júcar y de las Casas Colgadas, con alma que desborda vida y desconoce fronteras. Me llena de orgullo por doble motivo, por ser hija adoptiva de esta tierra, que desde mi infancia llevo muy dentro y porque la Semana Santa de Cuenca ha superado los límites de Castilla-La Mancha para entrar en los del mundo católico y entrar en los anales del Arte Universal.
En esta Iglesia de San Miguel, junto a la imagen maravillosa del Ecce Homo, me siento feliz y orgullosa, pero también siento el peso de la responsabilidad, tanto, que en un principio tentada estuve de decirle que no al presidente, a Jorge Sánchez Albendea, convencida de ser incapaz de reflejar la realidad de cada momento y de cada paso. De no ser capaz de ofrecer palabras que canten, como se merece la majestuosa solemnidad de vuestras procesiones, cuando Cuenca descubre en las miradas de sus impresionantes imágenes, el sufrimiento infinito de Cristo y de María, su Madre y el dolor compartido de todo el pueblo que se funde y se recorta hacia los cerros mas altos…llegando al mismo Cielo.
Reconozco que me inquietaba pensar además, que en esta difícil tarea que se me encomendaba, me han precedido personajes ilustres y que después de muchos pregoneros, habéis querido que volviera a serlo, una mujer. La tercera, aunque la primera en este tercer milenio. Pero me dije, que cuando se pone corazón en aquello que se va a hacer, no se debe tener miedo y os aseguro que amor en este pregón, he puesto mucho.
¡Cuan hermoso es, además, ensalzar la Semana «más santa y más bella»! Y así pues, heme aquí, venida de Roma, de la Ciudad de las 7 colinas, del centro de la cristiandad, a la Ciudad del rey Alfonso VIII, donde las casas son esculturas, talladas en la roca, asomándose al río, como si estuvieran dispuestas a echarse a volar.
Desde muy antiguo los pregoneros eran los encargados de informar de aquellos acontecimientos que merecían ser destacados para el bien común. Recuerdo lo que me contaron en un pueblecito de Toscana, donde la gente, en 1945, vivía aun con el temor de la guerra. Les faltaba la ilusión, la esperanza en el futuro. Crecía la desconfianza entre los habitantes que años antes vivían en paz. De repente, recorrió por las calles empinadas de la aldea, un personaje que iba corriendo, llamando a todas las puertas y gritando «se ha firmado la paz»  «¡La guerra ha terminado!»   Esa voz, auténtico pregón, cambió la vida de las personas en un instante…Había estallado la Paz  y el pregonero se hacía eco de esa buena nueva. En todos los rostros se vislumbraba el entusiasmo, se recuperaba la esperanza en un futuro mejor. Era la hora de retomar el mañana y hacerlo prometedor. De pensar en la reconstrucción, de vivir en paz.
Sí. Un pregón es algo muy hermoso. Y esto es lo que quisiera hacer esta noche y conseguir los fantásticos resultados que el anónimo pregonero logró en aquella feliz ocasión del final de la segunda guerra mundial. Por eso quiero recordar en este día, que la Semana Santa se acerca. La Semana Mayor. La Gran Semana  de los cristianos en la que participan hombres y mujeres de buena voluntad. ¡Que llegan esos días que son llamados «santos» porque nos acercan a Dios!
Y sin más, como diría el caballero de la triste figura, Don Quijote de la Mancha, solicito de Vuestras Mercedes venia para comenzar el pregón e indulgencia por mi osadía en pronunciarlo:
La Semana Santa de Cuenca es la conjunción del esfuerzo de tantas personas, para que por las calles estrechas y en cuesta, procesione, silencioso y solemne el gran misterio del amor de Dios a los hombres, manifestado en Jesucristo. Desde el primer día  las Iglesias se alargan llegando a abarcar toda la ciudad. Cuenca entera se convierte en un inmenso templo en el que pasan las representaciones plásticas del amor de Jesús; de su entrega sin límites; del dolor de su madre; de las mujeres de Jerusalén; de Juan, el discípulo que no le abandonará y permanecerá al pie de la cruz, velando la agonía del Maestro y consolando a las tres Marías. Imágenes maravillosas que invitan a la oración con sus semblantes dolorosamente serenos, sus palideces de lirio, los ojos llorosos que invitan a la oración porque provocan emoción y llegan mas al corazón que al cerebro. Más al sentimiento que a los sentidos. Imágenes, Pasos, que han esculpido en la madera el misterio de Dios que se hace hombre para que lo humano pueda llegar a ser divino. 
Pocas Semanas santas, como la de Cuenca, narran con realismo, arte y sentimiento los últimos días y las últimas horas de la vida de Jesús. Evocáis, en la procesión del Hosanna, el Domingo de ramos, cuando, a lomos de un asno, Cristo entró en Jerusalén, entre vítores, palmas y ramos de olivos. Por las calles de Cuenca se adentra la borriquilla hasta entrar en la catedral y camina llevada en andas, la Virgen de la Esperanza, tan tierna y tan guapa y que en este domingo estrena un manto que es una joya de incalculable valor histórico. Pero la alegría que se respira en el aire, se trasformará muy pronto, en la vía dolorosa, en el suplicio de la cruz. En la procesión del Perdón, en la procesión del Silencio. En la de la Paz y la Caridad.
Cuenca evoca las páginas de los Evangelios: La Santa Cena, cuando Jesús, en el Cenáculo, se despide de los 12 discípulos entre los que se encuentra Judas Iscariote, que en el Huerto de los Olivos, después de una noche de agonía y oración, con un beso traicionará al Maestro. Evocáis también la debilidad y cobardía de Pedro, que por miedo, negará ser discípulo del Nazareno. La Flagelación, Jesús amarrado a la columna, azotado con cañas y coronado de espinas. Nos hacéis revivir y meditar en vuestros Pasos, cómo la historia hoy, a dos mil años de distancia, sigue llena de odio y guerras, que también hoy somos testigos de violencia, más allá de lo creíble: homicidios, malos tratos sobre mujeres y niños, conflictos raciales, violación de los derechos humanos.
En vuestras procesiones comprendemos que Jesús continua sufriendo, cuando la justicia es administrada en manera torcida en los tribunales; cuando la corrupción esta enraizada, las estructuras injustas aplastan a los pobres; se desprecia a los refugiados, a los inmigrantes. Porque Jesús es humillado, cuando hay gentes que para comer tienen que recoger desperdicios y es golpeado, torturado salvajemente en todas las formas de inhumanidad, o de indiferencia. Momentos, esculturas que escenifican, desde el Domingo de Ramos hasta la Resurrección, el recorrido del Hijo de Dios en su Semana de Amor, en la que nos da su propia vida y nos deja su propio Cuerpo en el Sacramento de la Eucaristía.
Y entre las imágenes, las Vírgenes, María Santísima de la Esperanza. Nuestra Señora de la Amargura, Nuestra Señora de la Soledad. Nuestra Señora de las Angustias. Nuestra Señora del Amparo. Advocaciones de la Madre del Salvador que en la mirada, en la expresión del rostro, refleja la parte más dramática de la Pasión; el dolor infinito que sufrió María y que  nos trasmiten las Vírgenes de vuestras Cofradías y han inspirado a los poetas y gozan del silencio y del respeto que una madre merece cuando acompaña a su Hijo en la tortura y en la agonía, recibiéndole entre sus brazos, ya muerto. Con la serenidad de haber aceptado la voluntad de Dios y que, en la Piedad, en mármol esculpió Miguel Ángel, y en verso ensalzó el Príncipe de Esquilache: sin alma en el cuerpo
Sin vivir la vida 
Recibe entre su amor y su tristeza
La piedad de una madre enternecida
La Madre que le acompaña en todo momento; siguiéndole por la vía Dolorosa hasta llegar al Calvario, con el corazón traspasado por espadas, presenciando el tormento que sufre su Hijo, escuchando sus palabras de perdón y misericordia.
La Semana Santa de Cuenca tiene, como la de Roma, recuerdos muy lejanos en sintonía perfecta con la Iglesia primitiva. Por ello, viniendo de la Ciudad de los Césares, quiero traer ecos que tienen resonancias y acentos de la más cercana actualidad. En Roma, la semana santa inicia en la plaza de san Pedro, la mañana del Domingo de Ramos. Se abarrota, se puebla de jóvenes llegados del mundo entero para izar palmas como banderas de fraternidad, para recibir a Cristo Príncipe de la paz con la ilusión de, junto a Jesús, edificar una humanidad más justa y solidaria.
El Jueves Santo, por la mañana, en la Basílica vaticana, donde se veneran los restos del Apóstol Pedro, cuatro, cinco mil sacerdotes, junto con el Papa, concelebran la Misa Crismal, y el templo se convierte en un océano de albas blancas. Esa misma tarde, el Papa revive la Última Cena, cuando Jesús instituye la Eucaristía. Juan Pablo II y Benedicto XVI  celebraban la solemne Misa in Cena Domine, en la Basílica de san Juan de Letrán, la catedral de Roma y evocando lo que Jesús hizo  con los apóstoles en el Cenáculo, lavaban los pies a doce sacerdotes. Papa Francisco, en su primer Jueves Santo quiso ir en busca de los encerrados entre rejas y celebró la Misa en la capilla de la cárcel de menores de Casal di Marmo y lavo los pies a doce presos, entre ellos a dos mujeres, una de ellas, musulmana. Este Jueves Santo, lo hará en otro lugar de dolor, en la Casa de Santa María de la Providencia, donde encuentran cariño y un hogar enfermos muy graves, discapacitados abandonados por su propia familia.
Pero quiero rememorar la Pasión del Señor a través de vuestras esplendidas procesiones. Revivirla en toda su tragedia y en todo su amor. Como el Papa la rememora la noche del Viernes Santo, cuando la luz de las antorchas ilumina el grandioso escenario de los Césares y en el Coliseo, testimonio de tanta sangre cristiana, peregrina las 14 estaciones del Vía Crucis.
La Semana Santa de Jerusalén tenía que repetirse en Roma, cabeza de la cristiandad. Y se repite con realismo singular cuando Pedro, aquel pescador noble y sencillo; aquel hombre débil y generoso, le asegura a Jesús, camino de la agonía, con un convencimiento pueblerino entusiasmante  «Aunque se escandalicen de TÍ, Señor, yo jamás me escandalizare. Aunque tenga que morir contigo. No te negaré».  Ciertamente le negará, pero también es cierto, que el Señor le robustecerá su debilidad regada con lágrimas y le hará llegar hasta Roma para que sea su testigo, su mártir, su Vicario. Y Roma pudo contemplar la renovación de la primera Semana Santa de Jerusalén, cuando el Apóstol suplicó a los verdugos que le crucificaran cabeza abajo porque no era digno de morir como Cristo.
Corría el año 67 de nuestra era. Desde entonces hasta nuestros días  nunca ha faltado una víctima en cruz junto a la tumba de Pedro. Juan Pablo II fue una de ellas. Habían querido matarle en la plaza de san Pedro, un 13 de mayo, festividad de la Virgen de Fátima. Le dispararon tres tiros porque hoy el odio y la violencia echan mano de las armas, no del madero. María le salvó la vida. La mano de Nuestra Señora desvió las balas. Tres días mas tarde, desde la UVI del Policlínico Gemelli, con un voz entrecortada, con pausas de dolor, debilísima, pronunció palabras de perdón a su agresor, “al hermano que me ha herido y al que sinceramente he perdonado”. Escuchándole nos acercó al Gólgota, donde la injusta sentencia de Pilatos  había condenado al Gran Inocente. «Perdónales Padre, porque no saben lo que hacen», dijo clavado en la vergüenza del patíbulo. Palabras de amor sereno y firme.
Las secuelas del atentado fueron minando la salud de Juan Pablo II,  y en los últimos años el Papa era un manojo de dolores. En el Coliseo, la noche del Viernes Santo, al igual que Jesús, no podía con la  cruz y necesitaba la ayuda de cirineos.
Aquel Simón de Cirene, «El Auxilio de Nuestro Señor Jesucristo», que bien lo representáis en vuestra Semana Santa. Un hombre insignificante y humilde, labrador desconocido del que no hablan los libros de historia y sin embargo hace la Historia, escribe uno de los capítulos mas hermosos de la historia de la humanidad llevando la cruz de otro; levanta la cruz de otro, alza el madero del patíbulo para impedir que aplaste a la víctima. El Cirineo nos devuelve la dignidad a todos nosotros, recordándonos que somos nosotros mismos, solamente cuando no pensamos en nosotros mismos, y nos recuerda que Cristo nos espera en el camino, en el hospital, en la cárcel, en los suburbios de nuestras ciudades. En las periferias del mundo. ¡Cristo nos espera siempre y no se cansa de esperar!
Por las calles empinadas, Cuenca acompaña con los Pasos, con la música, con el redoblar de tambores, con clarines o con el silencio. A la tenue luz de las velas, sigue el dolor del Nazareno y la soledad de María. Que llanto dentro del alma ver a Jesús, al Ecce Homo flagelado, atado a la columna de la casa de Pilatos; con la corona de espinas en la frente. Ecce Homo ¡Ahí tenéis al hombre! Con estas palabras le presenta el gobernador romano a la plebe enfurecida. Ahí tenéis al hombre, al que sufre. Al oprimido y al humillado. Al que le han robado los derechos y su dignidad, al que pide limosna y al que le da vergüenza pedir. Al hambriento de paz y justicia. Al que le han ajado las ilusiones. Al que oculta un drama tras la sonrisa. Al fracasado, al que no tiene trabajo o no tiene voz.
Pero al Nazareno le ofrecéis el amor y la ternura de su Madre y la compasión de la Verónica. María que apura una soledad trágica. Queda anegada en amargura. Verónica que enjuga el rostro de Jesús empapado de sudor, regado de sangre, cubierto de salivazos insolentes. Ella, una mujer, es la única que se adelante manteniendo encendida la lámpara de la humanidad. Se inclina sobre Cristo que sufre, ese rostro herido que se refleja en tantas personas sin rostro que hay hoy, en personas al margen de la vida; en el exilio del abandono, en la indiferencia que mata.
Permitidme que en las mujeres de la Pasión, en las hijas de Jerusalén que lloran al verle pasar, en las Tres Marías al pie de la cruz, en la Verónica, rinda un homenaje a la mujer, artesanas del amor, leales, fuertes que saben ser bálsamo de consuelo, compañeras comprensivas, porque como dijo el poeta: «No hay que ganar al hombre con sonoros excesos de tambor y clarines. Y en el viento, el airón. Hay que entrar, de puntillas. Con pasos como besos. Por las sendas oscuras que van al corazón».
Las mujeres de Cuenca, como aquellas, las que le siguieron, lo lloraron, le limpiaron, lo amortajaron y le vieron las primeras. Ellas, tejedoras de mimos.  Bordadoras en la sombra, con sus manos. Con sus dedos.
Penélope, esperando, tejiendo, hilvanando. Encarnación Román. Con ellas se marchó esta mujer conquense. Con otras muchas, para seguir desde el Cielo bordando caricias. Suturando heridas. Tejiendo bondades. 
Ellas, Ellas y todos nosotros. No dejemos de seguir bordando con preciosa galanura esta tradición.  ¡Pasársela a las jóvenes! Las mujeres somos tejedoras de sueños.
Llega el Viernes Santo, el día que en Cuenca se vive como en ningún lugar del mundo. Impresionante. Único. El momento álgido de la Semana Santa. El día del Miserere, con la procesión del Amanecer. A mediodía, la del Calvario y al atardecer, la del Santo Entierro.
De madrugada, tras la evocación de las burlas que sufrió Jesús camino del Calvario, a las cinco y media, cuando la ciudad se ilumina con la tenue luz del alba, desde la escalinata de la Iglesia de san Felipe Neri, las voces del Miserere imponen un silencio sobrecogedor; se alza estremecedora la imploración de Misericordia, de perdón que al unísono, demanda el coro de voces; implora que se conceda a Jesús, parado con la cruz, inmóvil, con mirada suplicante.
La noche llorara la agonía, la lanzada al costado de Cristo. Su muerte y el Descendimiento del patíbulo hasta dejarle en manos de la Madre. A María le entregan el cuerpo sin vida de su Hijo. Vuelve a tenerle en el regazo como cuando lo acunaba en el pesebre de Belén o le estrechaba contra su pecho camino de Egipto. Vuelve a tenerlo en sus brazos, pero qué diferencia Ahora María es la imagen misma de las Angustias. Dejará que se lo arrebaten para envolverle en una sábana- paloma blanca de paz hecha lino- y yacente, enterrarle en el sepulcro.
Sin embargo, en el crepúsculo del Viernes Santo, el evangelista san Lucas nota que ya brillaban las luces del sábado en las ventanas de las casas de Jerusalén. La vigilia se convierte en el símbolo de la espera que invade con una tonalidad de júbilo, el corazón de los creyentes. A la espera de Cristo Resucitado. El Viernes Santo es el día de las tinieblas, el día del odio insensato, de la muerte del Justo, pero el Viernes Santo no es la última palabra. La última palabra es la Pascua, el triunfo de la vida La victoria del Bien sobre el mal.
Sí, la Semana santa y mágica culmina en Vida y el domingo, las calles medievales del casco antiguo se trasforman en gozo. Resuenan trompetas y tambores para abrazar con su alborozado sonido el encuentro de Jesús Resucitado con su Madre que se ha convertido en María Santísima del Amparo. En la Virgen de la Alegría.   Suena el aleluya pascual mientras las campanas de las Iglesias de Cuenca voltean para anunciar la Gran Noticia. Las bandas de música cambian los sones secos, lúgubres por los del triunfo. !Cristo ha vencido a la muerte!. Repican al unísono las campanas al igual que en Roma las de las 365 Iglesias de la ciudad eterna. En la plaza de san Pedro la banda de la Guardia Suiza y la del Ejército italiano interpretan el himno pontificio y bajo el sol, la cúpula de Miguel Ángel disputa al cielo y al horizonte la atención de la mirada. La plaza abarrotada de fieles, convertida en un jardín de flores, aguarda que el Papa, desde el balcón central de la Basílica, imparta la Bendición Urbi et Orbi y anuncie al universo la paz y la hermandad que nos trae Jesucristo.
Señoras y señores, permitidme que, después de proclamar que la Semana Santa de Cuenca  esta por comenzar, os formule el deseo de que, en este tercer milenio, sirva para renovar la pacífica convivencia, el compromiso por la solidaridad, sin excluir a nadie.
Que no pase sin más, sino que deje huella en cada uno / Que sea capaz de cambiar los corazones / Que se renueven los lazos dentro de las familias / Que se fortalezca el dialogo / Que sean días en los que los jóvenes emprendan la construcción de la civilización del amor.
Y cuando acabe y celebréis la Pascua, cada uno festeje la fiesta de la esperanza y la intensidad del mensaje de Cristo ayude a superar sufrimientos, lágrimas y dificultades.
La Semana Santa se acerca y a la par de habéroslo anunciado, tengo la pena de deciros adiós. Adiós a esta ciudad señera y señorial, forjada en sobriedad y belleza, enraizada en los hondos surcos de la Historia de España.
Antes de despedirme querría pediros que no perdáis el tesoro que poseéis. Que mantengáis vuestras tradiciones apasionadamente porque es necesario que los niños de hoy, hombres del mañana, tengan esta fuente gozosa en que beber.
Os digo adiós porque tengo que volver a Roma, a la Roma de Pedro y de Pablo, pero antes de marcharme, aquí, en Cuenca, abrazada por las aguas plateadas del Júcar, pongo de rodillas mi corazón y, desde lo mas hondo de mi cariño, os deseo una Buena Semana Santa y una Feliz Pascua de Resurrección.