Una vida de devoción

Lucía Álvaro
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Antonio Echevarría

El tiempo es la musa más escurridiza de todas, la que ha obsesionado pintores, literatos y músicos con la quimera de permanecer… y que ninguno de ellos ha conseguido atrapar. Existe un cierto arte en buscar la eternidad, en desear que, cuando algún día seamos un nombre entre millones, un rostro en una fotografía o un personaje en una historia se nos recuerde, aunque sea de un modo fugaz. Dicen que permanece quien es recordado y que, mientras exista alguien o algo que hable de nosotros y cuente brevemente quiénes fuimos, jamás moriremos. 

Existe una excepción particular a las reglas del tiempo y el olvido, un instante que se vuelve infinidad, que suena a clariná destemplada y a tambor ronco, que abriga las noches frías con paño y terciopelo y que huele a incienso y cera. La Semana Santa es la promesa de que, de algún modo u otro, permaneceremos, que viviremos en las actas de nuestras hermandades, en los relatos que los padres les cuenten a sus hijos. Será nuestro hombro el que se sienta cargando el peso del banzo, nuestras manos las que hilvanen las penitencias suplicantes y nuestras voces las que entonen un Miserere unísono desde el cielo estrellado hacia las escaleras de San Felipe Neri. 

Existen historias que emocionan, historias que viven, anónimas, tras la tela del capuz y que merecen ser contadas para que su vida de devoción permanezca. Historias como la de Aurelio Martínez, cuyo caminar acompañando al Ecce-Homo de San Miguel y al señor de la Caña comenzó el Jueves Santo de 1946. La túnica y el capuz formaron desde entonces parte, para siempre, de su historia y su corazón. Aurelio se emociona recordando cómo su padre, Don Aurelio Martínez Velasco «estaba vistiéndose para salir cuando la comadrona le dijo que todo estaba bien… En cuanto mi padre salió por las puertas de San Antón acompañando a Jesús con la Caña yo vine a este mundo». 

Jesús CañasJesús Cañas - Foto: Reyes Martínez

Eduardo Fernández abriga con la luz de su tulipa cada madrugada de Viernes Santo a la Madre de la Soledad de San Agustín desde 1931, cuando se sumó a las listas de la hermandad en las que figuraban generaciones de su familia desde tiempos inmemoriales. Luis Cañas inició la procesión de su vida en 1927, en el seno de una familia profundamente católica con una devoción extraordinaria por Jesús del Puente; la fe de Luis es profunda y perenne, como una tulipa que jamás se apaga. 

Antonio Echevarría acompaña a la Madre del Puente en su soledad desde 1941. Aunque la suya no es la historia de una tradición familiar heredada generación tras generación, es igualmente especial. Su madre lo inscribió en el momento en que nació «por la profunda devoción que ella sentía por la Virgen, aunque no era hermana». A día de hoy, Antonio únicamente mantiene sus raíces nazarenas con esta hermandad por la unión tan especial que tiene con ella. 

MIRADA AL PASADO. Recordar viene del latín recordari, que significa 'de nuevo en el corazón'. Luis, Eduardo, Antonio y Aurelio han alcanzado el don de permanecer porque jamás tendrán que recordar… Su vida, sus vivencias, su gente y su identidad nazarena viven prendidas para siempre en su corazón. Dicen que uno guarda bajo llave, en el ático del alma, aquello que no desea dejar a merced del tiempo. Luis recuerda con una nitidez extraordinaria los años de la Guerra Civil, cuando tuvieron que enterrar en una zanja todo lo religioso y, con ello, todo lo de Semana Santa: «Recuerdo como cuando fuimos a desenterrarlo todo estaba podrido… todo excepto una cruz pequeña de madera que mi padre me había encargado antes de que empezara aquello».

Aurelio MartínezAurelio Martínez

Aquella primera Semana de Pasión, Luis desfiló con la cruz recordando a su padre y a su tío, que fueron asesinados durante la guerra debido a su vinculación con la Semana Santa. Eduardo lanza una mirada al pasado que hilvana con el presente a través de la devoción heredada, de cómo se vivían en su casa las madrugadas de Viernes Santo, con toda la familia al completo pendiente del reloj para comenzar a prepararse en el caminar penitente con la Madre de la Soledad. «Antes vivíamos todos en casa y nos arreglábamos juntos y me siento muy afortunado de tener los hijos y la familia que he tenido, porque es algo que seguimos haciendo… Javi, uno de mis hijos se queda a dormir. Gloria y Teresa, las dos chicas, vienen desde su casa para vestirse aquí, conmigo, y Eduardito vive encima de mí, así que cuando se hace la hora baja con sus hermanos».

Aurelio recuerda cómo, gracias a la implicación de su familia en diferentes puestos en las cofradías su casa «era un follón» las semanas previas. «Mi padre guardaba en casa todo lo que salía con el Cristo de Paz y Caridad y a mi madre, pobrecita, le tocaba prepararlo todo para la Semana Santa. Mi mujer ha heredado esa labor, era muy devota de la Soledad del Puente, pero conmigo se ha vuelto una enamorada de la Caña y… ver cómo ese jaleo de casa o esa implicación se mantiene es un orgullo enorme». 

Antonio echa la vista hasta 2019, cuando su nieto acompañó a la Soledad del Puente como hermano mayor en nombre de su hijo mayor. Aquel momento antes de la pandemia fue como mirarse en un espejo, cuando él salió ocupando este mismo puesto en los años 60. Añorar el pasado nos da la posibilidad de traer al presente momentos de antaño para transformarlos en un instante que conecta con lo que fuimos y lo que somos, superando al tiempo mismo en una historia de devoción heredada. 

Eduardo FernándezEduardo Fernández

TESTIGOS DE LA MEMORIA. La memoria es la letra no escrita de una marcha que resuena en nuestro presente para dibujar nuestro futuro. Unas manos con manchas y arrugas cuentan la historia que ha sostenido nuestra tradición hasta el presente. Una mirada hastiada es el reflejo de noches de desvelo, de lágrimas… y las arenas del tiempo que hacen surcos en la piel nos recuerdan las alegrías que hemos vivido de la mano de nuestra pasión. 

Luis, Eduardo, Aurelio y Antonio son la imagen de una vida de devoción. Su visión es nuestra historia, la voz que nos recuerda quienes fuimos, quienes somos y quienes podemos llegar a ser. Para Eduardo, «lo más importante es no perder nunca el respeto» y, aunque en esto tenemos camino andado, podemos mejorar. De esta forma, defiende la importancia de que los conquenses engrandezcamos lo nuestro «con pequeños gestos que marcan la diferencia, como apagar las luces de nuestros locales al paso de la procesión», para que sea la fe nazarena en forma de tulipa la que ilumine el camino de la devoción.

A estos pequeños gestos se suma Luis, que comenta que «dejar de beber y comer y guardar ese silencio tan impresionante, tan nuestro» contribuye a que seamos los conquenses quienes apostemos por nuestra rigurosidad y demos ejemplo, marcando nosotros a través de esas acciones «lo que se debe y no se debe hacer». Para Aurelio es muy relevante tomar aún más conciencia de lo que hacemos en Semana Santa, «teniendo más presente la religiosidad». La fe es el impulso que mueve montañas cuando todo falla, cuando las fuerzas flaquean y, para ellos, debemos concederle un lugar y un espacio aún más especial. Si algo tienen todos claro es que «debemos dar un lugar preferente a nuestros mayores», según asegura Antonio. 

Luis ha conseguido que en su Jesús del Puente la presidencia ofrezca un lugar en su mesa a los números más antiguos porque «no quería que, cuando venía la lista de fallecidos en el boletín de la hermandad fueran un simple nombre». Para Aurelio, labores como ésta son esenciales «para recuperar el sentido de hermandad, para apoyarnos unos a otros» porque, como comenta Eduardo, «sin personas como Cabañas que estuvo a mi lado tantos años en la Junta de Cofradías y tantos otros nazarenos que me apoyaron no hubiera sido posible estar donde estamos ahora».

Oración, devoción, respeto, hermandad y memoria son los pilares de quienes somos, los valores que nos permitirán detener el tiempo, honrar a quienes fueron teniéndolos siempre en el corazón, y haciendo que la luz de la tulipa de los nazarenos de antaño ilumine el camino del futuro.