Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


Jubilados

10/10/2022

Dicen que superamos la considerable cifra de los 10 millones; tantos que inspiramos miedo, por más que el colectivo esté profundamente escindido por la desigual cuantía del dinero percibido. Aseguran, asimismo, que jubilarse se deriva de júbilo, pero les puedo asegurar que son poquísimos los jubilados que transmiten júbilo en su cotidiano y, teóricamente, plácido existir. Y quien lo ponga en duda no tiene más que fijarse en ellos cuando se cruza con alguno en las calles, plazas y jardines, o cuando visita por cualquier circunstancia un hogar del jubilado y los ve allí, jugando a las cartas o al sempiterno dominó, muy graves, serios y con la nostalgia de ese cigarrillo salvador que un día les prohibieron terminantemente pintada en el rostro; y  no digamos los que pasan los últimos días de su existencia en las denostadas (y a menudo con razón) residencias de mayores, con rostro alelado y mirada lánguida, esperando con impaciencia la visita del familiar que no llega porque anda demasiado ocupado. Da pena verlos deambular, apoyados en su bastón, sentados en un banco solitario, conversando con el hombre que siempre llevan consigo y acaso preguntándose qué hacen ellos allí, aparcados cual vehículo en el desguace o  extraviado el pensamiento en lo que pudo ser y no ha sido.
Cuando veo a la práctica totalidad de mi generación jubilada (excepción hecha de los que se fueron), me entra una pena infinita, porque, dejando a un lado a los que se afanan por emular a los grandes deportistas (ya saben, 'mens sana in corpore sano') con el empeño de no perder facultades, la gran mayoría, o siguen trabajando hasta la consumación de sus días, o van como autómatas procurando no molestar en demasía, ocultando mal que bien sus achaques, tormentos o amarguras, conscientes como son de que eso no vende, ni se soporta, en un mundo de jóvenes hermosos y vigorosos –que dijera Francis Scott Fitzerald–. Lo que muchos cronistas de la actualidad no saben es que fuimos una generación perdida, que lo único que hicimos fue trabajar desde que levantamos dos pies del suelo; trabajar noche y día, a menudo por cuatro reales; trabajar duro, compaginando a menudo el trabajo con el estudio; y que si pudimos adquirir una casa, un piso, cuatro enseres y un utilitario fue empeñándonos hasta las cejas, con préstamos hipotecarios al 14 o incluso más, por ciento.
Es duro, muy duro, envejecer en un mundo en el que cada vez más se impone el lema de usar y tirar, en el que la experiencia y la sabiduría acumuladas apenas cuenta en nuestra civilización occidental; en el que el anciano, si no quiere pasar por cascarrabias o por charlatán y narrador de batallitas, ha de acostumbrarse necesariamente a vivir sumido en el silencio, haciendo sin cesar alarde de prudencia, viendo a sus hijos e hijas y a sus nietos y nietas darse a diario terribles costaladas que un solo consejo habría bastado para eludir. Y así vivimos y así morimos perpetuando nuestros errores en una espiral proyectada hacia el infinito.
Un jubilado, pues, en el mundo actual es bien poca cosa, tan poca que a menudo únicamente sirve para ir a por los críos al colegio o para ayudar a la familia con las cuatro perras de la jubilación, hasta que llega un momento en que la familia, exhibiendo mil excusas a cual más honorable, opta por apartarlo del hogar y lo encierra en una residencia de ancianos (simple eufemismo sustitutivo del viejo 'asilo'), donde, con sus pares, irá languideciendo en espera del último día en que, como la anciana madre de Meursault –en L´Étanger de Camus–, pasa a mejor vida en medio de la tierna indiferencia del mundo, pues tal es el destino de los seres humanos en este mundo en que lo inhumano amenaza por doquier y la vida gira en el vacío como una máquina mal engrasada, chirriando, en la creencia de que estamos vivos y somos eternos.

ARCHIVADO EN: Jubilación