Fernando Jáuregui

TRIBUNA LIBRE

Fernando Jáuregui

Escritor y periodista. Analista político


El problema no es judicial: es político, nada más que político

19/12/2019

La situación se adensa cada día, mientras el presidente del Gobierno en funciones trata desesperadamente de acelerar su investidura, temiendo, con razón, que el frágil tinglado se le/nos pueda derrumbar en cualquier momento y haya que replantearse la muy débil solución arbitrada para mantenerse en La Moncloa. El varapalo del Tribunal Europeo de Justicia en el caso Junqueras no es, en realidad, una bofetada al poder judicial español: lo es, mucho antes, contra la política española que ha declinado, gobierno tras gobierno, proceder a elaborar, consensuar y aprobar las reformas legales que hubiesen permitido al Estado armarse frente a situaciones imprevisibles como la planteada en el caso del acta de Junqueras (y, por ende, de Puigdemont). Y en otros muchos casos: ¿quién es capaz hoy de sostener, de manera inequívoca, una posición u otra ante las enormes controversias judiciales en España, que afectan al mismo ser de la nación?

Los dos principales enemigos del Estado, o de España, han recibido un sonoro espaldarazo procedente de la Justicia europea. Puede que el dictamen del TJUE no tenga efectos vinculantes y no produzca la excarcelación (inmediata) de Junqueras y la recuperación de sus derechos políticos; puede que el gran fugado se lo piense un poco antes de dar la campanada regresando a territorio nacional. Pero qué duda cabe de que esta enmienda a la totalidad de lo actuado por el Tribunal Supremo con respecto al líder de Esquerra Republicana de Catalunya ha de tener efectos profundos sobre la imagen exterior de nuestro país; sobre la moral del Gobierno en funciones; sobre las conversaciones PSOE-ERC para la investidura de Pedro Sánchez y, en último lugar, sobre el prestigio de los jueces españoles. Es decir, todas las carpetas se han reabierto ahora, sin que se entienda muy bien que el Gobierno, que sabía muy bien que el TJUE iba a decir lo que este jueves ha dicho, no tuviese preparada la reacción inmediata ante lo que iba a dictaminar Luxemburgo. Una prueba más de la inanidad de la política actual.

Ya digo que sería erróneo culpar a los jueces, al Supremo o, en particular, a Manuel Marchena -en este país pasas de héroe a villano en apenas horas- de este desencuentro con el dictamen judicial europeo; los jueces son gentes que aplican las leyes que hay, y ni entienden ni tienen por qué hacerlo de oportunidades ni coyunturas políticas, ni de lo que es o no políticamente correcto. He escuchado a prestigiosos magistrados españoles mostrarse dudosos, hace ya meses, sobre si lo actuado con Junqueras y otros políticos catalanes presos estaba "bien atado ante Europa, porque hemos forzado un poco las cosas". Todos temen los golpes del mazo judicial de Estrasburgo o Luxemburgo: la normativa europea en muchos campos se adapta poco a los problemas coyunturales españoles.

Porque, ya digo, lo cierto es que los jueces españoles, que funcionan más en aras del derecho positivo que de la flexibilidad de la jurisprudencia, proceden con los materiales que tienen en sus manos. Y, durante décadas, las fuerzas políticas han rechazado emprender la reforma de los textos legales fundamentales, desde la Constitución hasta la normativa electoral. Ahora empezamos a pagar el peaje de nuestra cobardía y nuestra pereza, que nos llevaba ineludiblemente a judicializar lo que era pura política.

No puede, así, extrañarnos lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo. España es país de grades controversias legales, judiciales y hasta de interpretación de una Constitución que en algunos aspectos se nos va quedando antigua. Tenemos un enorme déficit legal que nos ha conducido hasta esta gravísima situación, que debería hacer que nos replanteemos muchas cosas si no queremos caer en un Estado semi fallido. Lo peor ahora sería proceder con precipitación, lanzando piedras a Europa -tema muy caro al extremismo populista-- porque 'limita la capacidad de acción de nuestros jueces'.

El poder judicial está varado y hace casi un año que venció su plazo legal de mandato; el Ministerio de Justicia, en manos de una ministra reprobada, está enfrentado con algunos jueces y con todos -¡¡todos!!-los abogados. El Constitucional está dividido, precisamente a cuenta del caso Junqueras, que amenaza con convertirse casi en un nuevo caso Mandela. El Legislativo casi no existe y el Ejecutivo está en funciones, solo preocupado por sobrevivir, aunque sea en malas compañías.

Los acontecimientos se van a precipitar, quién sabe en qué sentido. Mantener, así, la pretensión de pacto con Esquerra para forzar in extremis una investidura --¡en Navidad o en Año Nuevo!-- que abra una Legislatura efímera e infernal, sería, creo, un error mayúsculo: casi mejor, nuevas elecciones, ya que parece que un acuerdo entre las fuerzas constitucionalistas parece, ay, imposible. Pero ni un solo paso debe darse sin una voluntad sincera de reconstrucción de algunos pilares legales, judiciales y, sobre todo, de una concepción de la política, que es concepción que en España se evidencia cada día más errada. Y más caótica.