Javier Caruda de Juanas

Javier Caruda de Juanas


Quino, un paseo y una valla

09/03/2022

Reconozco que cada vez entiendo más esos chistes gráficos en el que vemos un grupo de jubilados comprobando el estado la evolución de las obras, buscando un pretexto o una excusa para conversar con otros jóvenes de su quinta. Y ahora que la nieve empieza a tomar como rehén el poco pelo que me queda, encuentro cualquier excusa para perder mi vista en las mil y una obras que te encuentras a poco que disfrutes de un paseo por la capital. Obras hay de muchas clases. Donde ayer había un edificio en mal estado, hoy encontramos un solar. Donde ayer había un solar, hoy disfrutamos de un bloque de viviendas. No me digan que esta inquietud no es motivo más que suficiente para deambular por las calles con la inquietud de no saber qué te vas a encontrar. Además, la contemplación detenida de estas evoluciones urbanas nos sitúa en una casilla de salida, como si de un juego de mesa se tratase, en la que nos sumergimos en la memoria colectiva para hacer un viaje al pasado y establecer un linaje de tres o cuatro generaciones en el que marcamos qué negocios se han desarrollado en este solar o si éste era propiedad de tal o cual familia, con la consabida discusión puesto que la memoria urbanística varía de una persona a otra. Este noble oficio de observador andante, al que nos va empujando la continua escalada del precio del megavatio hora y del barril de petróleo Brent, nos permite encontrarnos con una cantidad variable de elementos urbanos que conforman el panorama de calles y plazas. Son accesorios que nos hemos dado para intentar hacer de la ciudad un lugar más agradable, menos agresivo…o al menos esa es la intención. Y también los hay de muchos tipos, como las obras. De todos ellos el elemento más versátil y duradero es la valla. Sí, la valla.

La valla ha superado su propia esencia como eje separador para convertirse en un semáforo de plástico para indicarnos que entramos en una zona con problemas. Salta una alcantarilla, pues la rodeamos con una valla para la seguridad del peatón. Que hay un agujero en el firme, ponemos una valla y nos aseguramos que nadie caiga dentro. Es algo tan práctico que una vez desplegadas es muy difícil que vuelvan a su almacén, ejerciendo de notario de la realidad ciudadana que se desarrolla a diario en nuestras calles. Desde hace semanas podemos disfrutarlas en varios puntos de la ciudad: frente a la Biblioteca Fermín Caballero, en la explanada donde se coloca el mercadillo, o la que más tiempo lleva entre nosotros, en la calle Ramiro de Maeztu. La permanencia de estas vallas debe explicarse únicamente en esa clave historiadora que las convierte en parte viva del patrimonio urbano e histórico de la ciudad porque me resisto a creer que, en tantas y tantas semanas, no haya podido darse solución a los problemas o averías que encierran estas vallas. Lo mismo es que tenía razón el gran Quino cuando decía que hay más problemólogos que solucionólogos.