Editorial

Triunfalismos injustificados y peligrosos tras el fin del estado de alarma

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La euforia de los jóvenes que, en algunas ciudades, convirtieron la primera noche sin toque de queda tras medio año en una descontrolada fiesta bebiendo y bailando en la calle, sin distancias y sin mascarilla en muchos casos, contrasta con la indignación y preocupación de la mayoría de ciudadanos, que continúan apelando a la responsabilidad y recordando que el virus sigue presente, con todas sus consecuencias. Resulta temerario confundir la recuperación de gran parte de las libertades perdidas con una falsa invulnerabilidad o con el equivocado mensaje de que la crisis por fin está bajo control. 

El fin del estado de alarma no llega porque la pandemia esté contenida. Los hospitales siguen tensionados y los niveles de transmisión son preocupantemente altos. Estamos en este escenario porque urge dar una oportunidad a la recuperación económica, para que le llegue un impulso a miles de empresas cuya supervivencia está amenazada tras meses de una actividad al trantrán. Aquí está otra vez el debate entre salud y economía. El problema es que más actividad y más interacción social, ya se sabe, implica más riesgo de contagios, y por eso hay que extremar las precauciones.

Sería injusto volver a cargar exclusivamente en la ciudadanía toda la responsabilidad que le ha faltado a muchos de sus representantes políticos. Durante los catorce meses de pandemia, el Gobierno debería haber diseñado y pactado con la oposición, como se nos anunció, un marco normativo que permitiese una desescalada más gradual, y nadie hizo nada en este sentido. Ahora el reto sigue comprometiendo a las instituciones, aunque algunas parezcan desatender del todo la gestión de la crisis, y vuelve a apelar a que la ciudadanía mantenga una actitud prudente y de respeto al virus, que aprovechará cualquier oportunidad para esparcirse y mutar. Ya hemos comprobado en otras ocasiones que en un escenario sin restricciones hay riesgo de repunte si no se gestiona bien por la población. Vamos, si cunde el desmadre como este fin de semana. 

Para valorar la magnitud del desafío al que nos enfrentamos sólo hay que recordar que el pasado verano, cuando tras el gran confinamiento volvió la actividad, el ocio y las reuniones, se registraban diez veces menos de casos que ahora. Aquello acabó del modo conocido, y ahora las ansias de libertad y diversión son, como mínimo, las mismas. Hay, es cierto, una diferencia relevante respecto a entonces: tenemos vacunas y su administración ha cogido velocidad de crucero, aunque el nivel de inmunidad aún no permite grandes alborozos. Lo bueno es que los más vulnerables, los mayores, están protegidos. Por eso, la esperanza que alumbra un cercano final de la pandemia gracias a la vacunación debería servir de acicate y no como excusa para caer en triunfalismos injustificados y una relajación en los comportamientos individuales y colectivos que solo acarrearía más sufrimiento.