La epidemia de peste de 1422 en Cuenca

Luz González
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La epidemia de peste de 1422 en Cuenca

Enrique de Aragón o de Villena, más conocido como marqués de Villena, aunque nunca consiguió heredar tal marquesado, escribió una obra para consolar a un criado suyo, el conquense Juan Fernández de Valera, que había perdido a toda su familia, víctima de la pandemia de aquel año aciago para toda Castilla, y en especial para la ciudad de Cuenca, de 1422. Si bien, produjo gran mortandad también en Ocaña, Toledo y otras ciudades cercanas.

Esta epidemia, que ha sido menos estudiada que las de otros años, debió de ser peste bubónica por los testimonios que se dan de ella en este libro y en algunos documentos de la época. Se decía que la lepra estaba en los vestidos y paredes, además de estar en los cuerpos de las personas. La Crónica de Juan II, escrita por el judío converso Alvar García de Santa María, habla de que el rey castellano se fue muy pronto de Toledo donde había pestilencia y que ese año no se celebraron Cortes. También en Genealogías y semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán se hace referencia al mismo hecho.

El título de la obra que don Enrique escribió en su villa de Torralba, Tratado de la Consolación, seguía la tradición de un género clásico en la literatura latina europea, las cartas consolatorias, con el mérito de ser el primero que se hacía en español. Después de Séneca, Cicerón y Boecio, otros autores del Renacimiento europeo habían continuado con el género de la consolatio o consolación en sus respectivas lenguas emergentes. Las había en italiano y catalán, sin embargo, no había ningún libro de estas características en español hasta que don Enrique escribiera este Tratado en su villa conquense, como respuesta a las peticiones del amigo de Cuenca, afligido por la muerte de su padre, abuelos, suegros, esposa, una hija llamada Leonor, hermanos, sobrinos y otros parientes.

Su autor confiesa en el prólogo que deja apartada otra obra que está escribiendo, el Tratado del aojamiento, para ponerse a escribir esta consolación al tal Juan Fernández que sufría de gran desolación «afligido de dolencia pestilencial». La frase nos da idea de la dificultad de la prosa de este escritor del siglo XV, a medio camino entre el latín clásico que era el idioma de cultura de la época y el castellano, que, si bien era la lengua hablada, solo tenía poco más de un siglo de vida en la escritura. 

Esta dificultad no justifica el desconocimiento que se tiene de la obra de don Enrique de Villena. Es verdad que últimamente hay mucho más interés por ella, aunque sea mayor el que despierta su figura, sobre todo las leyendas que se han creado en torno a su vida y su fama de nigromante. Leyendas que, según sus biógrafos, él mismo se encargó de fomentar. 

De todas las biografías recientes que se han hecho de su persona, por lo de hacer patria, voy a recordar dos de autores conquenses, Don Enrique de Villena, historia de un perdedor y María de Albornoz y Enrique de Villena, su relación con Cuenca de Carlos Solano Oropesa y Juan Carlos Solano Herranz.

Hechos históricos como la quema de la gran biblioteca que tenía en su castillo de Iniesta, hoy edificio del ayuntamiento de este pueblo, dan pie a la creación de fabulaciones sobre sus prácticas de nigromancia. Son famosas sus tratos con el diablo, al que engaña después se haberle vendido su alma dándole su sombra, su estancia en la cueva de Salamanca, su pretensión de pasar a la eternidad convenciendo a su criado de que hiciera trozos su cadáver y lo mantuviera en una redoma hasta su resurrección, etc. 

Como el resto de sus obras, el Tratado de la Consolación quedó sepultado en el olvido, hizo falta que un inglés nos la descubriera a mediados del siglo XIX, hasta entonces no aparece ninguna edición impresa de la misma, la edición anotada por Ticknor en su Historia de la Literatura Española.

 He leído que don Enrique hubiera necesitado un Goethe que lo llevara a la dimensión mítica de Fausto. Lamentablemente se ha quedado en una figura del folklore hispano, sin un genio literario que lo encumbre, pero vivo en la tradición popular.

Sus obras están recibiendo un inusitado interés los últimos años, también en España. Además de una tesis doctoral en ocho volúmenes de Pedro M. Cátedra, hay artículos científicos, reseñas, reediciones y una recopilación de todas ellas, las Obras Completas de Enrique de Villena a cargo del ya citado Pedro Cátedra.

La reciente pandemia que padecemos ha resucitado esta obra suya Tratado de la Consolación. No en vano, en el exordio o prólogo a la misma, escribe que no se trata solo de una respuesta individual para el dicho Juan Fernández de Valera, para lo cual hubiera bastado escribirle una simple carta, sino que hace un tratado para que pueda leerse ampliamente, de tal manera que aprovechen de su consuelo los que se sientan afligidos en los tiempos venideros. 

Antes de comenzar la obra, confiesa, haber dudado qué hacer con la demanda del amigo. Lo que le ha decidido a tomar la decisión de escribir por extenso ha sido una práctica de bibliomancia que todavía se practica: abre la Biblia al azar y lo que lee es la respuesta a su pregunta. El libro se abre por el capítulo ocho de Isaías que dice: Toma una tabla grande, y con un punzón escribe en ella...

Inmediatamente se pone a realizar la tarea inspirándose en la Biblia y en fuentes clásicas, toma la figura de Job y los consejos de Boecio en su Consolación de la filosofía. Don Enrique establece tres pasos o grados en el proceso de consolar, primero el que consuela debe compartir el dolor del que sufre, en segundo lugar, debe dejar que el afligido se lamente de sus desgracias y solo entonces, en esta tercera parte del proceso, el consolador debe usar palabras de consuelo, para lo cual puede acudir a diversas fuentes: religión, filosofía, ejemplos de vidas de personajes de la Antigüedad o mitos clásicos.

La reciente pandemia que ha hecho aflorar multitud de libros filosóficos sobre el tema, ha olvidado en cambio el Tratado de la Consolación que escribió un conquense, señor de Iniesta, para otro conquense, educado en su servicio, y primer admirador.