1974. 'El Sobrero' toma el poder…y Portugal le pone los cuernos a Franco

Carlos Dávila
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1974. ‘El Sobrero’ toma el poder…y Portugal le pone los cuernos a Franco

Cuando Franco se puso malito en julio, Portugal ya le había puesto los cuernos al dictador español. Una noche de abril, apenas se había estrenado el día, las radios lusas pararon sus programas para colocar un disco aparentemente inocente: Grándola vila morena cuya primera estrofa rezaba así: «Grándola, villa morena / Tierra de hermandad / El pueblo es el que manda más / Dentro de ti, oh, ciudad». A su conjuro, cientos de oficiales de mediana graduación tomaron los cuarteles y depusieron a Marcelo Caetano, el sucesor de Salazar y el corporativismo que durante años había soñado con el Generalísimo español en restaurar la unidad ibérica. A Franco se le murió su cómplice y, ya en primavera, sentenció que el heredero, profesor Caetano, era un blandengue. Inauguró muy mal Franco la primavera y peor el verano cuando un día, Vicente Gil, su médico, un recio presidente del boxeo español, descubrió que «el patrón padece una tromboflebitis». Le llevaron al Francisco Franco, hoy Gregorio Marañón, y uno de los especialistas que primero le trató, el doctor Ramiro Rivera, reveló luego a sus amigos: «Se pudo morir en cualquier momento». Pero la familia, comandada a la sazón por el marqués de Villaverde, no tenía intención de colocarle por primera vez en el pijama de madera, el que hoy, según piden los socialistas, sería de cartón, como si se tratara de una caja de polvorones de Estepa. Villaverde y Gil se pelearon a mamporros como verduleras y, entonces, entró en juego definitivamente el ama madrina de los niños Bordiú: La Nani. Ella era paciente tiroidea del doctor Vicente Pozuelo Escudero y, sin andarse por las ramas, telefoneó a la señora del doctor: «En la casa queremos que tu marido se haga cargo del Caudillo».

Así fue defenestrado Vicente Gil que más tarde declaró lo siguiente: «El culpable de que me echaran fue el Príncipe». ¿Por qué? Pues, según el herido, porque había llegado a La Zarzuela el apodo que le había colocado: El sobrero y Don Juan Carlos se vengó. Pero El sobrero echó las patas por delante y a la segunda vez que le intentaron colocar el endoso de una suplencia eventual, se negó: «Una sí, dos ya sería un pitorreo». Y el franquismo se le echó encima. La España de entonces lo único que esperaba era comprar una mañana el ABC y encontrarse con una esquela que dijera: «Francisco Franco Bahamonde, El Ferrol, 4 de diciembre de 1892». Pero hubo que esperar un tiempo, porque el general se murió en realidad dos veces: la relatada y la acaecida por fin dos años después: noviembre del 75. La verdad es que al depauperado Caudillo no le dejaban de caer malas noticias, pese a que la censura, que había abierto un poco las manos con las bragas y los sostenes, le filtraba los peores horrores. 

De pronto despertó la Iglesia de su largo concubinato con el Régimen, y el Vaticano, el rojísimo Montini. Pablo VI, estuvo en un tris de excomulgar al decrépito dictador. Añoveros, un navarro con la cabeza más dura que una roca de Roncesvalles, soltó una filípica libertaria en una homilía y el acólito Arias Navarro, llamado justamente Arias, el arboricida de Madrid, preparó un avión en Torrejón para que el obispo fuera mandado a Roma con los vientos de marzo. Lo arregló a medias el ministro Cabanillas Gallas pero el búnker no le perdonó, así que Franco le destituyó y con él se fueron gentes que luego poblarían la UCD y el PSOE de la transición. Hasta las monjas en aquellos días firmaban manifiestos y se encerraban en sus conventos. Una auténtica rebelión religiosa. Menos mal que empezó la temporada taurina y España se dividió, como de costumbre, en dos mitades: la partidaria de que las mujeres pudieran torear y la contraria que, sin enmendarse un pelo, gritaba en los periódicos literalmente: «¡La Fiesta es cosa de hombres» o peor aún, según recogió La Codorniz, La revista más audaz para el lector más inteligente: «La regla es lo único compatible con la sangre». Y tan tranquilos.

Así nos las gastábamos por entonces los españoles del 74 que, encima, vitoreaban a Amparo Muñoz por su título de Miss Mundo, pero le colocaban un chalecito en el escote para evitar la concupiscencia del personal, porque la marchita censura aún se las gastaba fuerte en este tiempo. Se había apuntado el tanto de prohibir la exhibición de una película taladradora: La naranja mecánica, le había cortado a Woody Allen una frase que, con gran prosapia, anunciaba que «La esposa del Papa ha tenido mellizos» y había declarado incompatible con las buenas costumbres el dicho suburbial de «Estoy hasta los cojones». 

Los censores se ocupaban de esto al mando de un tipo rigurosamente de luto, Rodríguez del Castillo, que mandaba en la prensa oficial pero que, sin embargo, no se enteró de la explosión de un joven sevillano que apareció en Francia como Isidoro y que desde el Congreso en Suresnes se presentó con su auténtico nombre y apellido, Felipe González. 

En Francia tuvo que resistir González la resistencia de los trogloditas del partido encabezados por los masones de Rodolfo Llopis y se avino a compartir con Nicolás Redondo, el poder socialista: «Para mí la Secretaria General, tú te quedas con la UGT». «¡No me jodas, Nicolás, vaya marrón que me ha tocado!». Ya se sabe cómo ha acabado esto. 

Cabanillas, por entonces, nos adelantó la hora, de forma que «a las dos serán las tres» y en Washington, como ahora seis detrás, dos periodistas prácticamente becarios, Woodward y Bernstein, se cargaron al mala barba Nixon que le había grabado en el despacho oval de la Casa Blanca hasta a su señora. Fue el Watergate una revolución política y, sobre todo, periodística, porque desde entonces cualquier escándalo, aunque sea de medio pelo, añade su título el adoso de gate, la puerta de salida para los golfos que aquí en España nunca la pagan, que se lo digan sino a Griñán. 

Todo ocurría fuera, mientras en España, una conjunción del etarrismo más feroz con el comunismo irredento asesinaba en la calle del Correo de Madrid a 12 personas. El público se estaba acostumbrado al terror pero, ante todo, gemía porque la inflación se había desbordado hasta el 20 por ciento. El país expelía síntomas de progreso e inauguraba el gran corredor del Puente Aéreo Madrid-Barcelona, pero al tiempo se paraba ante el televisor porque un pobre boxeador tartamudo, Perico Fernández, ganaba el título mundial de los superligeros. Y a todo esto, el diario Ya, la oposición cristiana y tolerada al franquismo, alertaba al Régimen de todos sus desmanes pero lo hacía con palabras ajenas para disimular, por eso escribía: «¡Desgraciado el que agita las entrañas de una nación!». Goethe dixit. 

Franco, al margen y confinado en El Pardo, se recuperaba mal que bien del achuchón y, en zapatillas, recibía a su nuevo médico con una vocecilla de parkinsoniano. Aún así el galeno acertaba a oírle: «Si se presenta un problema clínico no avise más que a mi hija». 

Una auténtica moción de censura contra su yerno, sus ministros y el Régimen en general, del que Franco, según Pozuelo, también se había quejado así: «No todo, Pozuelo, vale para siempre». Un profeta el Caudillo.