Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Alguien

17/09/2019

Acabábamos de llegar a su país y pronto constatamos que hablaba nuestro idioma impecablemente. Nos recogió en el aeropuerto, nos metió en un autobús y empezó el camino. La oscuridad más absoluta solo se sentía amenazada por el reflejo de alguna farola o por las luces de otros vehículos. Tras la bienvenida, empezó a darnos información sobre lo que veríamos, comeríamos o sentiríamos en los días siguientes. De pronto se puso a hablar de política y la pasión puesta de manifiesto hasta ese momento se multiplicó hasta límites muy superiores a los que cabría esperar. Durante la media hora siguiente, nuestro veinteañero guía, ese que a lo largo de las siguientes jornadas nos permitió descubrir que era divertido, locuaz, ágil, simpático, culto y cariñoso, en ese momento, al poco de conocernos, se vino arriba. Empezó a soltar estopa contra el presidente de su país de tal manera que bien podría asumir la portavocía de la oposición. Sin parar de hablar y gestionando a su favor nuestro silencio y prudencia, nos soltó un sermón con cuyo meollo yo mismo coincidía pero que estaba fuera de lugar. Camuflado en la silla del copiloto del autobús, refugiado tras un micrófono, a oscuras, no dejó títere con cabeza. Para acabar sus minutos de gloria, esos a los que, con paciencia ajena, todo quisqui tiene derecho al menos una vez en su vida, nos indicó que su compañero, el otro guía que en ese momento no estaba allí, opinaba radicalmente lo contrario. Llegados al alojamiento, fue su compañero el que asumió el liderazgo de todo lo que tenía que ver con el viaje sin que él adoptase por sí mismo decisión alguna ni volviese a hablar de política… ni de casi nada. Cada vez que yo lo veía, y eran cien veces al día, me acordaba con pena de su mitin de bienvenida y del idóneo refugio encontrado aquella noche para sentirse, sin ser contrariado por nadie, alguien.