Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Tosca

26/01/2021

Tosca reinaba en casa. Antes de soltar un guau, ya estábamos a sus pies dándole lo que imaginábamos que quería al tiempo que ofreciéndole lo que nos daba la real gana. Son privilegios a los que acceden los que se hacen querer, así como la manera de actuar de los que les importa poco lo que los demás opinen. Santas voluntades. Recuerdo cómo la primera camada que tuvo nos llegó, con honores propios de una emperatriz gobernante, viendo la primera luz, cada uno de sus cuatro cachorros, entre júbilos, lágrimas y temores vividos en torno al confortable sofá donde la marquesa los trajo al mundo. Pronto consideramos que merecía tener un espacio propio, en el exterior de la casa, con comida y agua suficientes para dar y tomar, al tiempo que con las puertas abiertas para que libremente deambulase. No tardó en descubrir las ventajas de tal condición entrando y saliendo, ya no solo de su recinto sino incluso de la parcela, con la misma libertad que nosotros, aunque con la ventaja de no tener que rendir cuentas ante nadie. Y empezó a convertirse en un pendón verbenero al que cada amanecer, para que entrase, había que abrirle la puerta del recinto tras noches de supuestos saraos que nunca justificó, la muy jaranera. Sabía salir de casa saltando la valla, pero nunca aprendió a hacerlo en sentido contrario. 
De repente, un día descubrí un visitante. Era un gato que cada mañana llegaba pausadamente hasta el comedero de Tosca, se ponía ciego de comida ante la mirada complaciente de la perra, para posteriormente tumbarse al sol a reposar el atracón. Ella no protestaba, la comida que se zampaba era insignificante y además resultaba simpático ver cómo cohabitaban dos ejemplares de razas supuestamente enfrentadas. Sin tardar, pasó de ser invitado a instalarse como inquilino en los dominios de Tosca. Un día, el minino vino acompañado de otro colega, al que debió contarle de qué iba el asunto, siguiendo el mismo ritual: comida, sol y tranquilidad sin límites. Pronto fueron tres, cuatro,… y el asunto empezó a complicarse. Tosca ya no estaba tan a gusto en su feudo, cada vez duraba menos la comida, la limpieza era más difícil de mantener y los gandules de los gatos ya no se marchaban ni siquiera entre comidas. ¿Para qué? El sol era gratis, la comida era gratis, la paz era gratis… ¡Buena gana de esforzarse si todo les venía dado sin más necesidad que abrir los ojos por la mañana para, tras llenar las panzas, volver a cerrarlos simplemente hacer esfuerzos para ponerse morenos! Incluso, algunos procrearon allí mismo. Se atribuyeron prerrogativas que, lejos de agradecer como Tosca hacía con su dulce y complaciente mirada, exigían con maullidos agresivos cuando la comida se acababa o simplemente cuando pretendíamos desalojarlos de los territorios que, primero por pena y luego por miedo, les dejábamos ocupar. La situación que tiempo atrás me había resultado simpática, justificada incluso con argumentos cercanos a la caridad, empezó a tornar en agobiante vivencia que intimidaba cada vez más a Tosca. Ahora vivía con miedo en sus dominios y tenía que alejarse de la comida ante la agresividad de los subsidiados gatos, habiéndose incluso traído a sus colegas, llegando a juntarse una tarde 23 ejemplares. Un día la paciencia alcanzó cotas extremas, decidiendo que se había acabado la misericordia. Llevaban camino de exigirme cama blanda, calefacción y cash para sus gastos. Así, corté el grifo, les di puerta, no teniendo más remedio ellos que abandonar sus plácidas costumbres, aunque no sin vivir todos nosotros situaciones embarazosas. Y, como diría mi madre, tal día un año.