Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


La esencia de lo auténtico

30/07/2021

Puedes olvidar cualquier cosa, pero no conozco a nadie que no recuerde aquella tienda a la que iba de pequeño a comprar chucherías a escondidas. Por muy mayor que seas, es así. Es el secreto mejor guardado de la niñez que vuelve cada vez que te sumerges en un comercio que todavía conserva la esencia del pasado adaptada al presente. Ese lugar en el que se mezcla la figura del tendero con el olor de lo básico, que a la vez es imprescindible. El pan y la leche, la sal y el azúcar. Todo cuanto forma parte de nuestra cotidianeidad más primaria, perfectamente ordenado en los estantes de un local de unos pocos metros cuadrados. Un ultramarinos con todos sus argumentos.
Hace uno días compartí una charla extensa con uno de esos tenderos clásicos a los que las distintas crisis, luego las grandes superficies, después las tiendas de chinos y ahora los negocios destinados a clientes con orígenes muy determinados han ido fulminando. Se llama Miguel Ángel García Cucharero y lleva 36 años detrás de un mostrador. Charlamos en la trastienda del establecimiento, dando rienda suelta a la curiosidad que algún día tuvimos por saber qué había detrás de unas cortinillas o de una pequeña puerta. Todos tenemos un Miguel Ángel en nuestras vidas. En mi caso, tienen nombre de mujer: Cris y Pili, madre e hija, que en su día estuvieron acompañadas de Santi padre y Santi hijo. Aquí no hay distinción. Da igual si vivías en una gran ciudad o en un pueblo mediano. Ese pequeño comercio –ahora llamado de proximidad– era el eje fundamental del día a día, tejido mediante lazos que trascendían lo comercial para situarse dentro del plano familiar.
La pandemia nunca nos hizo mejores. Ni siquiera cuando golpeaba sin piedad. Nos enseñó a sobrevivir en tiempos de cólera. Sin más. Acudimos a la tienda del barrio, a la panadería, a la droguería, buscando lo inmediato y tratando de conseguir aquello que en los supermercados se había agotado, con hordas de zombis arrasando las estanterías por si llegaba el fin del mundo. Algunos todavía no han gastado todo el papel higiénico que compraron en aquellos días de marzo. Comprobamos que en la tienda de toda la vida las medidas higiénicas eran rigurosas, que la espera siempre merecía la pena y que al otro lado te encontrabas a alguien con una sonrisa en la boca y un chascarrillo con el que amortiguar el mal trago. Esos pequeños comerciantes llegaron incluso a difundir sus teléfonos móviles personales, para que cuando llegaras no tuvieras que esperar. En muchas ocasiones, nos llevaron la comida hasta la puerta de casa, dejándola colgada del pomo si el cliente estaba contagiado. Nos fiaron el importe y, si hubiera sido preciso, nos habrían entregado hasta su propia alma.
Hace meses que nos hemos intentado despertar de la zozobra pandémica. Hace meses que quisimos olvidar de golpe, como si nada hubiera pasado y nada estuviera sucediendo. El instinto de supervivencia lo agudizamos con la misma rapidez que hemos olvidado todo aquello que conseguimos recuperar. Las tiendas de barrio se han vuelto a quedar con los de siempre, con aquellos que nunca les han fallado. Los que quieren mantener el espíritu de su niñez, aunque por detrás hayan pasado unas cuantas generaciones. Por si todavía podemos aprender algo, tengamos en cuenta que, si volviera a repetirse una situación similar, ellos seguirían en el mismo sitio, en ese lugar al que tú y yo ya íbamos de pequeños a comprar gominolas, caramelos o bollos, casi a hurtadillas.