Antonio Herraiz

DESDE EL ALTO TAJO

Antonio Herraiz


Mirar hacia otro lado

11/03/2022

Las imágenes de guerra, como las del hambre, nos incomodan a todos. Poner la televisión a las tres de la tarde, con tu plato rebosante de comida mientras sale un niño desnutrido de África o un pequeño recogiendo basura en La Chureca nicaragüense, provoca, si no cambias de canal, un amago de indigestión. Siempre es más fácil mirar hacia otro lado y, tras dos semanas de invasión, llegan las peticiones del oyente y del lector: el personal tiene sobredosis de Ucrania y de sus miserias. «¿No podéis hablar de otra cosa en los medios de comunicación que no sea la guerra?».
Da igual que las bombas y los muertos estén en esa misma porción de terreno continental que llamamos Europa; no importa que nos veamos reflejados en el dolor de los ucranianos que sufren al compartir más afinidades que en otros conflictos. Por momentos, nuestras conciencias se ven sobresaturadas con las desgracias ajenas, aunque también, en parte, sean las nuestras. Ante un conflicto que amenaza en alargarse más de lo que había previsto el invasor, hay instantes en los que solo nos preocupan las consecuencias económicas. Cunde la sensación de que, si no se ve lo que está ocurriendo en el país asediado, lo que toca a nuestros bolsillos se va a solucionar al instante. Buscamos algo así como un impacto emocional controlado que no nos altere en exceso, hasta que la realidad vuelve a estallar en medio de nuestras cómodas vidas plagadas de lamentos.
El llanto de ese niño ucraniano que camina desconsolado en una carretera en Madyka, el paso fronterizo entre Polonia y Ucrania, es el llanto de tu hijo y el mío. El de tu nieto o tu sobrino. El del hijo de tu amigo. Huye de la guerra en medio del frío. No quiere irse porque desconoce lo que le espera. Lo que tiene le provoca miedo, pero no quiere abandonar ese espacio que le ha permitido, hasta ahora, eso que los adultos llaman zona de confort. El gorro que lleva para cubrirse del frío no permite que le veamos los ojos. Tampoco hace falta. Con escuchar su llanto es suficiente.
Tampoco sabemos mucho más de la mujer embarazada que evacúan en una camilla poco sanitaria. El hospital materno-infantil de Mariúpol donde estaba acaba de ser bombardeado. Hay muertos y heridos. Después informan de  que esa mujer es una modelo. Poco importa. Mientras muchas madres de Europa en ese punto del embarazo puede que se estén haciendo fotos para recordar después el momento, el rostro de esta mujer aparece desencajado y lleno de terror.
Aquí seguimos preocupados por el precio de la electricidad, la escalada de los carburantes y el disparate en el que se ha situado el gas. Al mismo tiempo, en Mariúpol  entierran a sus muertos en fosas comunes. Las prioridades son muy diferentes a pesar de que la distancia cada vez es más corta. Es una de esas imágenes que, si no la vemos, como que vivimos más a gusto. «Yo prefiero no ver y no escuchar nada, que no hay más que miserias». Y mientras ese impacto inicial se va diluyendo por el desgaste que provoca el paso de los días, los ucranianos siguen luchando por su supervivencia. Es cuestión de morir o de poder contarlo. De acabar en una de esas fosas o de salir vivo de una guerra en la que todos han jugado sus intereses mientras los ucranianos se han quedado solos. Sigamos contando el dinero y disfrutando de una libertad real que pueden quedar diluidos si no se pone freno al tirano.