¿Qué sacamos del 23-F? ¿Qué sufrimos hoy?

Carlos Dávila
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Los militares que no habían participado en el golpe se sintieron durante años como los grandes damnificados por aquel desmán

¿Qué sacamos del 23-F? ¿Qué sufrimos hoy?

La mañana del 24 de febrero de 1981, cuando el golpe de Estado perpetrado el día anterior ya había fracasado, Tejero, el más violento del trío que lo había organizado (los otros dos, claro, eran Miláns y Armada), se dirigió a la agotada tropa que le había seguido en la intentona, les agradeció su «comportamiento patriótico», y a continuación les pidió que sacaran a la calle a los diputados que habían secuestrado ¡en calzoncillos! En paños menores, para humillarles aún un ápice más. Un capitán, el más lúcido, se negó, y con él todos los demás. Los guardias estaban entre atónitos por todo lo que habían protagonizado, exhaustos por la tensión vivida (14 horas en pie de guerra), y algunos, bastantes, presos del sopor al que les condujo el muchísimo alcohol que ingirieron en aquellas horas, más de un millón de pesetas en gasto en el pequeño barecillo del Congreso situado en la sala donde prevalecía el frondoso busto de la Reina Isabel II. En aquellos momentos, también, el general Aramburu Topete, de rondón y casi como excusándose por en hallazgo, confesó a un grupo de periodistas, entre ellos el presente, que «Armada me ha tenido despistado toda la noche con sus idas y venidas».

No fue el único al que el general, entonces segundo jefe del Ejército, había toreado. Horas más tarde de lo relatado, el Rey Don Juan Carlos recibía en el Palacio de la Zarzuela a todos los líderes políticos que habían pasado la noche sentados en sus escaños del Parlamento. Apenas abierta la puerta de la audiencia, el dimitido presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, se dirigió con paso firme al Monarca y le espetó: «Menos mal que estaba Armada, si no ganan los golpistas». El Rey, concesivamente, le agarró del brazo según su costumbre, y le respondió: «Estás equivocado Adolfo, Armada era el jefe de los golpistas». A Suárez, al cabo de los años, este cronista le escuchó decir: «Me sentí pasmado pero políticamente reconfortado, porque yo me había opuesto con todas mis fuerzas al nombramiento de Armada como segundo jefe del Estado Mayor del Ejército».

En el juicio de El Goloso, los colegas espadones de Armada le hicieron el vacío. Le creyeron culpable de haber negociado un «gobierno de salvación nacional» al margen de los demás implicados en el golpe. Desde luego, la conducta de todos aquellos sediciosos no fue precisamente ejemplar ante el Tribunal. Quédense con esta anécdota: el presidente llamó a un careo entre el propio Tejero y un coronel, Federico Quintero, exjefe de la Policía, que había asistido en Madrid a una de las reuniones embrionarias del golpe. La «sesión de trabajo» (términos que están en el Sumario) se celebró en casa del capitán de Navío Meléndez, y en ella participó, entre otros, el general Torres Rojas, por entonces gobernador militar de La Coruña. Pues bien, llegado el momento de la confrontación, Tejero saludó de esta guisa a Quintero: «Buenos días, mi coronel, me alegro de conocerle». Como si antes no hubiera departido con él.

Comportamientos como éste produjeron una gran indignación en el Ejército que no se había sumado al golpe. Ya en los estertores de los 90, un capitán general que había deambulado por varias regiones españolas me confesó: «Nunca lo reconoceréis los periodistas, pero los principales damnificados de aquel desmán fuimos los militares».

 

El lado bueno

Otros jefes y oficiales siempre se han sentido víctimas de aquella sinrazón involucionista. Por tanto y para contestar a la provocación del título de esta crónica, hay que asegurar que, como si fuera cierto que no hay mal que por bien no venga (Franco dixit) el golpe fue la vacuna de unos Ejércitos que en aquella andadura no eran neutrales; eran los vencedores de una guerra en la que murieron y mataron, y en la que se sentían, y lo eran, vencedores de las hordas marxistas. 

Pero aquella vacuna también inmunizó a una gran parte de un país que no entendía bien a dónde nos llevaban unos políticos, los más, que habían pasado de ser como ellos, fervorosos franquistas, a demócratas dispuestos a convivir con los comunistas. El personal estaba asustado y una buena parte creía que lo más adecuado era no excitar el enfado de la población castrense, no fuera a ser que se volviera a levantar en armas. 

Los Ejércitos tuvieron que emprender una dura travesía del desierto hasta su nuevo papel en España, y el PSOE de Felipe González tuvo la inteligencia de ir ahormando sus actuaciones a la normalidad de la democracia. La incorporación a la Alianza Atlántica fue determinante a este respecto, tanto es asi que un ministro socialista, Carlos Solchaga, reconoció a este cronista que «la OTAN ha terminado por engatusar a los militares».

Dicho de otra manera: el golpe del 23 de febrero de 1981 fue el asentamiento de la Transición. Sirvió para algo básico: demostrar que en España el Estado liberal era irreversible. Y esa conciencia ha durado exactamente algo más de 35 años, hasta el surgimiento de los populistas leninistas de Podemos. Ellos, con la complicidad de Sánchez, han decidido que ese sistema de libertades es incompatible con la postverdad que representan. Nos creíamos al pairo de cualquier intento de vuelta atrás, con armas o sin ellas, y resulta que no, que otra vez estamos casi en las mismas. El trío Armada-Tejero Miláns nos quiso retrotraer a otra época de confrontaciones políticas y sociales, y estos comunistas de hogaño pretenden lo mismo; desde el otro lado, pero lo mismo. 

Del 23-F sacamos la voluntad de no regresar a las andadas; pues bien, hoy, otra vez, estamos en las andadas. De aquella prueba salimos indemnes gracias sobre todo a un Rey, hoy apartado de España, que fue el que paró el golpe y que el pasado martes no fue invitado al acto conmemorativo de aquella victoria contra los nuevos anhelos de dictadura. 

Sí estaban convocados los parlamentarios de Bildu, los sucesores de ETA, la banda que en aquel año 1981 asesinó nada menos que a 32 personas y que organizó una centena de atentados. Sobre su conducta terrorista basaron los golpistas de antaño buena parte de sus «razones» para cometer esos hechos.

Los herederos de aquellos homicidas son hoy más respetados en nuestro Parlamento que Don Juan Carlos I, el hombre decisivo que se negó a que la democracia fuera, como advirtió Adolfo Suárez, «una vez más, un paréntesis en la Historia de España». 

¿Qué sacamos del aquel horrible 23 de febrero? La libertad, la misma que ahora está en almoneda.