Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Machito

20/10/2020

Días atrás yo había cumplido años. Ya era oficialmente mayor de edad y estaba ansioso de que se diesen las circunstancias oportunas para demostrarlo urbi et orbi. Un verano más, como había ocurrido en los anteriores y pasaría en los que vendrían después, me encontraba en la sierra conquense en un campamento; en mi salsa. De repente, una columna de humo empezó a elevarse por encima de una colina cercana y cierto olor a madera quemada llegó hasta nosotros. A los pocos minutos, un camión de un retén de incendios vino hasta nuestras tiendas de campaña solicitando la colaboración obligatoria de todos los mayores de edad. El fuego iba creciendo y no lo controlaban. El puñado de hombrecitos que allí estábamos, acampados junto a varios centenares de niños, pronto nos vimos subidos en los laterales del camión motobomba ascendiendo por la escarpada pendiente. A pesar de no estar muy alejado el foco del fuego, el tiempo transcurrido hasta llegar a él fue eterno y suficiente para que los aviones dominasen definitivamente el incendio. Desolados, comprobamos en segundos cómo se desvanecían nuestras ilusiones de sentirnos grandes y de demostrárselo a los niños. Traviesos, amenazamos a la provisión que realmente había peleado contra el fuego con incendiar un árbol para luego apagarlo y saciar así nuestros anhelos de salvadores de la patria, lo que provocó en ellos un cabreo descomunal. Al final, sin haber hecho nosotros nada positivo, regresamos al campamento airosos y machitos, con nuestros brazos y caras con pintadas hechas con tizones, intentando hacer creer a los que habían quedado en la acampada que éramos unos machotes y que habíamos salvado a la provincia entera de un enorme incendio. Ni nos creyeron ni, siendo sinceros, realmente lo pretendíamos. Cosas de la edad que, si se dan de adultos, suelen responder a trastornos mentales quizá no transitorios.