José Luis Muñoz

A SALTO DE MATA

José Luis Muñoz


Una mirada al centenario Castillo de Garcimuñoz

13/10/2022

Supongo que hay un consenso general (en estos tiempos en que el consenso se ha esfumado casi por completo, especialmente en política) en torno a la utilidad y conveniencia de las autovías e incluso de los beneficios derivados de que haya circunvalaciones en torno a las poblaciones situadas en el trazado de las carreteras y ello, una cosa y otra, con el objetivo de evitar precisamente que el tráfico normal tenga que pasar por el interior de los pueblos, lo cual, en verdad, puede ser tan molesto para quienes viajan y quieren llegar cuanto antes a donde van como para los propios habitantes del lugar en cuestión, agobiados con tanto ir y venir de coches por sus calles. 
Y sin embargo, como los seres humanos somos contradictorios (yo lo soy), aún asumiendo lo dicho anteriormente recuerdo también con cierta nostalgia aquellos tiempos en que la práctica totalidad de los pueblos se encontraban en el trazado de las carreteras de modo que al viajar teníamos la oportunidad de conocer, aunque fuera de pasada, las vivencias de esos lugares, la acogedora Plaza Mayor siempre bulliendo de animación, las tiendas ofreciendo sus productos artesanales, un bar o cafetería que invitaba a parar y tener un desahogo, quizá con un poco de suerte la cercanía de la atractiva iglesia que animaba a visitarla y conocer sus posibles encantos. En fin, un repertorio de cosas sencillas que podían servir para ofrecer un poco de entretenimiento en la monotonía del viaje, a cambio, desde luego, de invertir más tiempo, ese concepto sacrosanto que se ha apoderado de nosotros para obsesionarnos con la idea de que todo hay que hacerlo cuanto antes mejor y sin parar.
En esas cosas y otras parecidas suelo pensar cuando paso por las inmediaciones de Castillo de Garcimuñoz y desde la autovía contemplo, casi al alcance de la mano, la poderosa mole de su fortaleza, una de las más originales que es posible encontrar por esos mundos viajeros, ya que en uno de sus muros acoge nada menos que a la iglesia parroquial, que aquí encontró cobijo cuando hubo que derribar el edificio que cumplía esos fines. Por este punto pasan constantemente no se cuántos cientos de vehículos por minuto y lo suelen hacer a toda velocidad, circunstancia que los astutos responsables de Tráfico utilizan para situar aquí uno de los radares más rentables de toda la red nacional (la nueva Jefa de Tráfico en Cuenca dice que no tienen afán recaudatorio; qué simpática). Desde esos presurosos vehículos imagino que sus ocupantes dirigirán una mirada, atenta o distraída, cualquiera sabe, hacia la impresionante imagen del castillo y quizá incluso es posible que alguno de ellos, animado por la curiosidad, desvíe su ruta para entrar en la villa y ver qué le espera en el interior. Lo resumiré en pocas palabras: uno de los espacios urbanos más bellos y bien ordenados que es posible encontrar por estos senderos.
 Ya lo decía gráficamente la Relación Topográfica de los tiempos de Felipe II: «Hay muchas casas principales de cuatro cuartos e patios e pilares de piedra labrada, e muchas ventanas e rexas doradas e balcones». Ya no son tantas como había, pero aún quedan bastantes, sobre todo en la calle Corredera, que va en ligera cuesta descendente desde las murallas del castillo hasta el punto en que se encuentra el antiguo convento de San Agustín, transformado hoy en vivienda particular cuyo propietario acaba de ser distinguido con el título de Hijo Predilecto de la villa, justo en la conmemoración de los 700 años de haber obtenido el privilegio de villazgo.
En el siglo XIV la fortaleza pasó a ser propiedad del Infante don Juan Manuel, que en ella residió largas temporadas, compartiendo sus aficiones militares con las cinegéticas y literarias y él fue el responsable de obtener del rey el privilegio de villazgo, el 3 de octubre de 1322 mientras se iba formando a su alrededor un enorme territorio que incluía todos los lugares situados en las proximidades. En el devenir histórico de Castillo de Garcimuñoz hay un hecho de singular importancia que es imprescindible mencionar: estando empeñada la reina Isabel en poner coto a los desmanes de los señores feudales, emprendió la difícil tarea de controlar a uno de ellos, el marqués de Villena, señor entonces de este castillo. A su asalto se lanzaron tropas que, entre sus capitanes, contaban con el poeta Jorge Manrique que a los pies de las murallas recibió la herida que habría de poner fin a su vida. La muerte y el recuerdo de Jorge Manrique quiso ser perpetuado por medio de una iniciativa desarrollada por Federico Muelas pocos años después del término de la guerra civil. Se levantó en 1941 un pequeño monumento en el paraje de la Cruz de don Jorge, elaborado con piedras procedentes de la derruida torre de la catedral de Cuenca, poniéndose allí una pequeña arqueta preparada por Fausto Culebras. Lo que, de paso, me lleva a recordar la añorada figura del actor Cristian Casares, entusiasta promotor de la Ruta Manriqueña que mantuvo contra viento y marea mientras vivió.
 Pocos lugares hay que puedan unir en su seno referencias literarias tan potentes como las que aquí he mencionado. Como también hay pocos lugares tan merecedores de que el presuroso viajero que va por la autovía se desvíe de la ruta (de paso, al disminuir la velocidad se libra de los rigores del radar) para pasear un rato por este encantador pueblo conquense, desde luego digno de ser más y mejor conocido.