El principio del fin dos años después

M.C. Sánchez-M. Albilla (SPC)
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El 14 de marzo de 2020, con la declaración del estado de alarma en España, se dio un primer y drástico paso en la batalla contra un virus que ahora dibuja una realidad bien diferente

El principio del fin dos años después - Foto: IAN LANGSDON

Fue el año que lo cambió todo, para muchos un momento oscuro y vacío de sus vidas, hueco en la memoria aunque cargado de emociones. El 2020 marcó el inicio de la era del coronavirus, un período que aún no ha escrito su último capítulo en el basto libro de la Historia de la Humanidad, a pesar de que en sus primeros meses redactó episodios que quedarán para siempre destacados en sus páginas. Uno de ellos, la declaración por parte de la OMS de la pandemia mundial de la COVID-19 justo a finales de enero. Otro, del que ahora se cumple su segundo aniversario, la imposición por parte de las autoridades españolas del estado de alarma en todo el territorio nacional.

Fue un 14 de marzo al mediodía y, como ocurre en los momentos claves de un país, el presidente del Gobierno apareció en las pantallas de televisión para, a través de una declaración institucional, anunciar una medida arrolladora. Pedro Sánchez iba a activar un mecanismo extraordinario para combatir una pandemia que ya, por aquel entonces, había puesto en jaque a los sistemas sanitarios de múltiples potencias mundiales.

El estado de alarma es un régimen excepcional que se declara para asegurar el restablecimiento de la normalidad de los poderes en una sociedad democrática y está regulado por la Constitución Española. En concreto, se recoge en el artículo 116.2 de la Carta Magna y, en este caso concreto, de entre todos los supuestos que contempla la norma para su puesta en marcha, el Ejecutivo se acogió al que hacía referencia a una crisis sanitaria, como es una epidemia.

La medida, aprobada con forma de decreto ley y acordada en Consejo de Ministros por un plazo máximo de 15 días (la realidad terminó prolongando esta situación durante semanas y dio paso a un segundo estado de alarma), implicaba limitaciones de derechos que no se vivían en España desde tiempos predemocráticos. Solo con una salvedad. Fue a finales de 2010, cuando el presidente José Luis Rodríguez Zapatero decretó por primera vez el estado de alarma por la crisis de los controladores, ante el caos aeroportuario generado en el país por la negativa a trabajar de estos profesionales.

Entre las restricciones de derechos de la norma figuraba la de circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados. De pronto, los españoles no podían salir de sus casas más que para trabajar, adquirir alimentos y productos de primera necesidad, practicar deporte y pasear a sus mascotas, en unos momentos del día en concreto y solo si no estaban contagiados o creían estarlo.

Además, la declaración del estado de alarma autorizaba al Ejecutivo a limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad. Se le habilitaba también para impartir las órdenes pertinentes para asegurar el abastecimiento de los mercados y el correcto funcionamiento de los servicios. Y todo esto en un momento en el que el país hacía largas colas a las puertas de los comercios para comprar, en el que las carreteras y arterias principales de las ciudades estaban desiertas, en el que los bares, restaurantes y tiendas de ropa estaban cerrados. Un instante que, para muchos, se antojaba más un sueño que una realidad.

Mientras lo peor de la pandemia pasaba, ante el colapso de unos trabajadores esenciales exhaustos y unos empleados de todo tipo de ámbitos que hacían lo posible por sacar adelante sus trabajos desde casa; en un tiempo en el que hacerse una prueba del virus o comprar una mascarilla era toda una proeza; en el que estaban prohibidas las visitas a las residencias y los funerales eran algo íntimo; España miraba por la ventana al futuro incierto que se avecinaba y salía todas las tardes a aplaudir a los balcones.

 

Convivir con la enfermedad

Dos años después de ese momento histórico en España, la imagen que deja ahora la pandemia en el país es muy diferente. La dureza del estado de alarma dio paso a una progresiva relajación de las restricciones, a medida que los datos de la crisis iban evolucionando positivamente; con altibajos y picos de contagios, así hasta completar seis olas de un virus que, como ya vienen tiempo advirtiendo los expertos, está llamado a convivir con nosotros en adelante.

Actualmente la actividad social, comercial y laboral está restablecida prácticamente con total normalidad. No existen limitaciones horarias ni de desplazamientos entre los territorios españoles para los ciudadanos, y objetos tan importantes en el pasado reciente como las mascarillas copan en estos momentos el centro del debate, con la idea de su retirada en interiores cuando los datos epidemiológicos lo hagan posible como ya ha ocurrido en exteriores.

Todo ello mientras la incidencia continúa descendiendo, aunque cada vez con menos rapidez desde que bajó de la barrera de los 450 puntos. También las cifras diarias de positivos y de muertos que aporta el Ministerio de Sanidad son inmensamente inferiores a las de ese 14-M de 2020, así como la de ocupación hospitalaria y de las UCI. Si bien la variante ómicron, que tanto dio que hablar en el tramo final de 2021 y el inicio de 2022, mantiene a las autoridades en alerta.

La posibilidad de que aparezcan nuevas cepas de la COVID-19, tan contagiosas aunque menos mortíferas como fue el caso de ómicron, mantienen en alerta a las autoridades. Y también a los ciudadanos, que miran de reojo un pasado reciente en el que un estado de alarma los encerró en sus casas hasta que la vacunación logró equilibrar la balanza. Esa fue la gran baza con la que se combatió al coronavirus, la drástica decisión de decretar un estado de alarma, fue otra.