Editorial

España se está convirtiendo en el país de los puentes volados

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El clima político y social que se respira en España es tóxico desde hace ya demasiados años. La radicalización de los discursos, la justificación de la propia existencia en el 'frentismo' y la pauperización intelectual del espacio común vienen erosionando maquinalmente el ecosistema público. La norma no es la búsqueda de acuerdos, aquella maravillosa formulación que hizo transitar al país de la dictadura a la Unión Europea en apenas una década. Lo recurrente, hoy, es dinamitar los puentes. Que no quede vínculo, umbilical o epidérmico, con todos aquellos que no profesan ortodoxamente el pensamiento a imponer. Esto se ha vuelto a escenificar en las últimas semanas con toda claridad.

Sucede, por ejemplo, que el presidente catalán, Pere Aragonés, ha ventilado cómo negoció en algún oscuro cuarto que el Gobierno no recurriera el veto al castellano en las escuelas de la comunidad autónoma. El alimento al apartheid que pretende imponer Esquerra Republicana de Cataluña no es casual, pues coincide con la necesidad de alcanzar un pacto en el Congreso para sacar adelante unos presupuestos generales del Estado perfectamente diseñados para satisfacer las aspiraciones de 14 millones de votantes. A saber, los pensionistas y los trabajadores públicos. En lugar de alimentar el camino de la concordia, se abona el de la discordia.

No es menor que España tenga al Poder Judicial descabezado por la incapacidad de acuerdo de los dos grandes bloques constitucionalistas. PSOE y PP han tenido una larga oportunidad, de cuatro años, nada menos, para mostrar altura y no seguir prolongando la sombra del manoseo político de un poder presuntamente independiente. El espectáculo final, con dimisión incluida, se ha producido a los ojos de la UE, que no termina de entender eso de que los jueces que toman decisiones sobre todos los demás estén en la silla por mandato de los grupos políticos.

Ahí tienen también al ministro Escrivá y sus trampas para colar un aumento de las cotizaciones sin siquiera dar audiencia a la patronal que las va a pagar. El soliloquio del Ministro de la Seguridad Social viene de lejos y peca, una vez más, de autoritarismo. El diálogo tampoco ha sido el camino elegido, una magnífica fórmula para que nadie te lleve la contraria. Los sindicatos preparan movilizaciones, también contra la patronal, y comienzan a utilizar una dialéctica belicosa de la que nada se ha sabido mientras el Gobierno se mostraba impotente para amortiguar el impacto de la inflación con medidas que vayan más allá de parches temporales que, a más, son fruto de la rectificación. Y todo, rematado con la escena del Jefe del Estado esperando al presidente del Gobierno. Mal camino.