Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Tener estómago

08/06/2021

A los tomates, pimientos y alcachofas siempre les tuve declarada la guerra. No los quería ver ni en pintura. Bueno, pintados sí, en fotografía también e incluso no me importaba contemplarlos al natural o en bodegones. Lo de comérmelos era otro cantar. Para hacer honor a la verdad diré que ciertamente hacía excepciones interesadas. Por ejemplo, si el tomate era frito y formaba parte del arroz de flan —así llamábamos en mi casa al arroz a la cubana—, me lo comía. De otra manera, fobias y rabietas infantiles se apoderaban de mi ser, aunque yo ya no fuese a cumplir la primera cuarentena de años de vida, negándome en rotundo a ello. Poco a poco la cosa fue cambiando. Así, mis ocasionales viajes a Galicia posibilitaron que mi pasión por ciertos niveles de masoquismo, concretamente por el picante en sus diferentes versiones, encontrase un repentino, adecuado y afortunado caldo de cultivo. Si de cuestiones culinarias tratamos, se desarrolló en mí la atracción por los pimientos de aquella tierra, esos que uns pican e outros non. Tras comprobar que la experiencia era excitante —también la provocación forma parte de mi ser—, presenté una OPA hostil al resto de tipos de pimientos adquiriendo el dominio de todas las acciones hasta ese día despreciadas por cabezonería pueril. Algo parecido me ocurrió con el tomate. Al frito le siguió el triturado y a ese todas las demás variantes posibles. Pero pasados los años he de reconocer que ninguna ha llegado a igualar, ni de cerca, la pasión que en mí provoca la versión sopera de Warhol. Primus inter pares y por goleada. Lo de las alcachofas fue otro cantar. Creo que yo necesitaba hacerme valer de alguna manera cuando me invitaban a comer. Así, por poner un pero en mi día a día, empecé a convertir en lema de vida esa idea de que yo comía de todo menos alcachofas. Y así fue… hasta que un día una querida amiga me metió un gol por la escuadra y me dio gato por liebre. El caso es que me puse morado a alcachofas pensando que se trataba de no sé qué supuesto manjar de la cocina castellana medieval cocinado a base de plantas montaraces. Me la clavó; sin matices. De esta manera se me cayeron los palos del sombrajo y hoy puedo afirmar que por mi estómago ya pasa de todo… o casi. Lo cierto y verdad, que diría algún ilustrado vocero, es que cada día soy más exquisito, al menos en lo que a personas se refiere, costándome cada vez más tener estómago para tragar con cualquier cosa (Léase cosa como sinónimo de persona, de tontunas humanas, de gilipollas sin diagnosticar o de quien se piensa que el estúpido soy yo). Hay personas a las que uno les da una oportunidad, y dos, y tres… y llega el momento en el que te das cuenta de que la digestión no va bien. Notas empacho, que te repite, vómitos o simplemente te entra una diarrea que te cagas a la pata abajo. Y es entonces cuando dudas.  ¿Soy bobo? ¿Qué tragaderas tan poco exquisitas tengo que me hacen aguantar lo que realmente me indigesta? ¿Necesito esto para vivir? Vivir, que no sobrevivir sin más. Y es en esos momentos cuando llegas a la conclusión de que una china en el zapato no te permite andar bien, sino cojeando… y además cada vez de manera más acusada y dolorosa. Otras veces concluyes: … y cuatro, y cinco, y seis…