Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Pollo sin cabeza

09/02/2021

No recuerdo haberla visto jamás caminando pausadamente. Los recuerdos me la devuelven corriendo siempre por los pasillos como pollo sin cabeza. La memoria que me traslada hasta aquellos tiempos la restituye en mi vida hablando siempre sin parar, gesticulando sin descanso y con una voz un pelín estridente e inconfundible. La conocí siendo alumno, cuando yo estaba terminando mi carrera. Ya por entonces descubrí a una buena mujer pero, sobre todo, a una singular persona. A pesar de ser conserje, parecía la dueña del cortijo. Y no porque intentase estar por encima de nadie, sino porque su actitud era la de la fiel servidora con la que se puede contar para todo pero que además mete las narices en todo, sabe de todo, alardea de lo propio y de lo ajeno, se entromete en todo y es, a partes iguales y sin llegar a saber cuál predomina más, amigable, cotorra, chismosa, chisgarabís, servicial, atenta y entrañable.

Una de las primeras vivencias personales que directamente tuve con ella fue a raíz del debate mantenido en una de las pruebas de mis oposiciones. En la gran sala estábamos el tribunal, una compañera mía de estudios, obviamente yo y, cómo no, ella. Tras una afirmación mía, un miembro del tribunal inició un acalorado debate conmigo que, finalmente, el presidente del tribunal zanjó dando por concluida repentinamente la prueba. ¡Menuda bronca me llevé! Pero no de tribunal, ni de mi compañera… De ella. De hecho, apelando ella misma a su experiencia tras haber estado presente en muchas oposiciones a profesor, seriamente temí haberme equivocado estando unos días, hasta que publicaron las notas, esperando mi seguro suspenso. Si Pilar, que así se llamaba, afirmaba que había sido un error por mi parte argumentar sólidamente mis planteamientos, cómo iba yo a dudar sobre lo procedente que habría sido, en lugar de lo vivido, darle la razón al tribunal. Afortunadamente las calificaciones pusieron de manifiesto que ratificarme en mis planteamientos y argumentarlos no solamente no mereció sanción por parte de los catedráticos que integraban el tribunal sino que me alzó con la máxima calificación.

Pero lo mejor estaba por llegar. Ya siendo yo profesor de ese mismo centro en el que había estudiado, sentí la necesidad, acorde por otra parte a mi perfil, de asistir a conciertos. Además, me extrañaba que al conservatorio más grande de España no llegasen invitaciones para la OSRTVE. Nunca me habían comentado nada al respecto. Empecé a investigar y finalmente averigüé que semanalmente nos remitían 25 entradas que nadie sabía donde acababan. Ahondando en el asunto, mis indagaciones me llevaron hasta Pilar. Cuando le pregunté al respecto su cara cambió. Al informarle de que me habían dicho en dirección que ella era, desde mucho tiempo atrás, la encargada de repartirlas, se puso en guardia. Pero es que cuando le dije que quería un par de ellas y que además me gustaría ir semanalmente, sus ojos me miraron fijos, se erizó como un gato amenazado y enmudeció. Entonces vi que algo no iba bien. Primero pensé que no era consciente de que ya no estaba frente a aquel alumno que había conocido un par de años antes, lo que a mis 23 primaveras me hizo crecerme. “Y ahora —me dijo—, ¿a qué dos amigas de mi club de amas de casa dejo sin concierto? Llevan años yendo y ahora vienes tú a fastidiarlas”. Y el silencio más absoluto se hizo y su buen talante conmigo se acabó. The end.