Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


La vida sigue igual, pero peor

01/09/2019

Si tuviéramos que resumir en una imagen este verano del 19 que se nos va a pasos acelerados, podría servirnos a la perfección la de los bosques amazónicos abrasados del Estado de Acre, antaño hermosos, floridos como ramos de novia, y hoy convertidos en un espectáculo dantesco e infernal. «La sensación es de que el mundo se cae sobre nosotros», decía acertadamente una activista de Greenpeace, viendo, impotente, cómo nuestro planeta se retrotrae a sus inicios cósmicos, en los que el fuego era dueño y señor del entorno. «Bolsonaro, culpable», han repetido hasta la saciedad los expertos medioambientalistas señalando la flexibilización de las normas medioambientales impulsadas por el mandatario brasileño como factor determinante de esta irreparable tragedia.
Y es que lo de Brasil tan sólo ha sido el  colofón de un infierno del que pocos países, en especial los mediterráneos, se han visto libres. Porque lo de España no tiene calificativos. Los jaleos de los grancanarios agradeciendo el titánico esfuerzo de los centenares de bomberos que, durante diez días, combatieron el fuego impidiendo que toda la isla quedara devastada, son buena muestra de lo que venimos diciendo. La antigua espiral de los cuatro jinetes del Apocalipsis se repite de manera implacable hoy día: desidia del hombre, cambio climático, sequía, incendios y deforestación. Se sabía perfectamente que tal como venía el estío brotarían incendios por doquier; sin embargo, ni el gobierno central ni los autonómicos hicieron gran cosa para prevenirlos, ni para impedirlos, ni para implantar unas medidas drásticas prohibiendo en los días de máxima alarma encender cualquier tipo de fuego so pena de pagarlo muy caro. Los bosques eran y son aún pura estopa, pólvora a la disposición de tanto canalla que anda por ahí suelto (los pirómanos que ya Antonio Machado señalaba en sus versos), o de tanto imprudente, o incluso de tanta mano negra al servicio de intereses ocultos. 
Algo se nos va de las manos a diario; la burocracia, los equipos de responsables instalados cómodamente en sus poltronas ni sirven de nada a la hora de frenar la ruina ecológica del país, como tampoco sirven para poner coto a tanta barbarie machista (en lo que va de año son ya cuarenta mujeres asesinadas por sus parejas; dieciocho más que el pasado año en el mismo período). Y, si faltaba algo, podríamos añadir los casos de envenenamiento que últimamente se vienen produciendo por ingesta de alimentos, y que demuestran, una vez más, lo que decíamos, es decir, que las complicadas y costosísimas maquinarias de mucho nombre y relumbre, para lo único que sirven es para colocar al personal del partido en el poder con sus buenos emolumentos.
Y, mientras los problemas se acumulaban y los augurios, como negros nubarrones, empezaban a cernirse sobre el otoño ya cercano, seguían las inacabables negociaciones entre don Pedro y don Pablo, que algo nos dice que parecen llamadas al fracaso si Dios no lo remedia. Aquí, las negociaciones, a diferencia del fuego que avanza como reguero de pólvora, se estancan, pese a los íntimos deseos de las gentes de bien que piden a gritos un gobierno responsable y cabal, donde cada cual deje a un lado sus propios egos y salgamos de una vez del berenjenal en que estamos metidos hasta el cuello. Lo de don Pedro y don Pablo es la pescadilla que se muerde la cola. Los hay que, como en el caso Neymar, confían en que todo se solucione en el último suspiro, cuando el miedo a unas nuevas elecciones generales haga claudicar a los contendientes; pero algo nos dice que esto huele de nuevo a comicios en noviembre si Dios o un milagro ad hoc no lo arreglan. Veremos.