Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Miedo

18/01/2022

Hace años, teniendo una de mis hijas 8 años, me dijo: «Papá, mi amiga dice que cuando tenemos problemas, si tienen solución no debemos preocuparnos. También dice que si no la tienen es una tontería preocuparse». Para ella, dado que se lo había dicho la que en aquel momento era su mejor amiga, fue palabra divina. Me resultó llamativo que dos micos tuviesen ese tipo de conversaciones y me alegré. Desde entonces, ante la inquietud que brota en mí cuando las cosas se tuercen, lo que no pasa menos de dos o tres veces al día, siempre recuerdo aquella conversación, a modo de bálsamo de Fierabrás, consiguiendo, casi siempre, mantenerme sereno, buscando argumentos con los que afrontar la situación y actuando tranquilamente. A veces me acusan, quienes pretenden hacerme daño, de que por mis venas corre horchata. Mirando las caras de tales seres, en esos momentos compruebo que, con sus venas a punto de estallarles y sus caras de cabreados con el mundo como señas permanentes de identidad, me dan irrefutables pistas para averiguar dónde reposan los litros de sangre que, según ellos, a mí me faltan. Tras un tiempo de argumentación o, si es posible, diálogo, aplico el principio de la amiga de mi hija y aquí paz y allá gloria. Y no porque pase de las cosas. De eso me acusan esos mediocres cuyo principal recurso con el que cuentan para sobrevivir radica en colgarse de flotadores ajenos antes que nadar por sí mismos. Soy un tipo que raramente se amedrenta y que cuando la situación le lleva a tal estado intenta, a fin de no pasar malos ratos o de que estos sean lo más cortos posible, sonreír a la vida… y la cosa funciona; al menos de momento. Sin embargo, cierto es que el miedo, el pavor a situaciones no controlables por uno mismo, siempre ha estado en cierta medida presente en mi vida. Cuando tenía 12 años, llevado por las circunstancias, a unos cuantos amigos nos dio por fumar. Era lo suyo para no sentirnos unos mierdecillas. Yo debí fumarme medio paquete dejándolo a continuación, y no por el miedo a que se enterase mi padre, sino por el horror a engancharme a un asqueroso vicio que no me aportaba sino mal olor, mal sabor de boca, toses y tener que ir engañando a otros. Años después el miedo, nuevamente en mesuradas dosis, se depositó en mi conciencia cuando llegaba a casa con suspensos. Pronto desarrollé mecanismos de evasión, al menos emocionales —mejor no aludir a ellos aquí—, que me permitieron, al margen de minimizar los efectos, aprender de la vida y sacar conclusiones. Poco a poco, siempre en dosis variables, el agobio se ha presentado en mi vida. De hecho, cuando veo en una calle o carretera a alguien de uniforme me entran los siete males. Siempre pienso que me van a multar hasta por respirar sin permiso gubernamental. Cuando se reguló ir con casco en las motos, al principio y cuando todavía intentábamos escaquearnos, era pánico lo que sentía si un policía me paraba. Lejos de chulerías, propias de otros especímenes, pedía mil veces disculpas y me marchaba con una palmadita en la espalda y mi compromiso de nunca jamás. Hoy siento miedo si salgo a la calle sin mascarilla, si la llevo de tela, si llevo una transparente y algún chivato me denunciará, si se me ve la nariz… y realmente son tonterías. Lo que de verdad me debería preocupar es si, tras esta etapa y por las puñeteras mascarillas, las orejas se me quedarán de soplillo, al estilo Dumbo… ¡Y eso sí que me aterra!