Cancelar la vuelta al cole es una de esas decisiones inasumibles. Como volver a cerrar el país. Como congelar de nuevo la economía. En la vida, en la historia, hay momentos en los que no se puede tomar la decisión más sensata. Situaciones límite en las que es necesario arriesgar y asumir las consecuencias. Porque las habrá. Habrá contagios y acabará muriendo gente tras un brote iniciado en un aula escolar. Una situación terrible. Lloverán las críticas. Les llamarán asesinos. Pero la alternativa es mucho peor.
Tampoco ayuda el ruido, ni deberíamos prestarle atención. En las semanas previas a la pandemia quedó demostrada la capacidad de anticipación del ejército de charlatanes que nos envuelve. Ahora vuelven a la carga con otra epifanía: se viene el apocalipsis y los hospitales volverán a colapsar. Si aciertan, cosa que nunca se puede descartar, será por puro azar. Los humores sociales funcionan muy a menudo como un péndulo, que tiende a corregir en exceso un error anterior. Nadie vio venir la victoria de Trump y ahora nadie quiere descartar que se vuelva a producir. Y lo normal es que se vuelvan a equivocar.
Esta semana le he preguntado a un epidemiólogo, un enfermero y una cardióloga que tienen hijos en edad escolar. Dicen que los van a llevar al colegio, tomando todas las precauciones posibles para minimizar el riesgo. Los llevarán aunque estén seguros de que abrir las escuelas empeorará la situación epidemiológica y sanitaria. Pero entienden que es la mejor decisión familiar teniendo en cuenta todo lo demás.