José Luis Muñoz

A SALTO DE MATA

José Luis Muñoz


Árboles y setas en la visión de José María Lillo

21/10/2021

Hay, entre los sectores de opinión en que yo me muevo, una creciente impresión de que las cosas de la Cultura no van muy bien entre nosotros. Esa impresión pesimista sobre el presente suele aparecer acompañada de alguna alusión nostálgica hacia tiempos que nos parece fueron mejores, sobre todo porque había otra vitalidad colectiva que encontraba el apoyo en iniciativas muy valiosas, algunas de ellas rompedoras, que ponían a esta ciudad en el punto de mira del acontecer general. No hace falta aludir al Museo de Arte Abstracto o a la Semana de Música Religiosa, que durante mucho tiempo fueron auténticas puntas de lanza para sacar a Cuenca del anonimato y situarla en una posición destacada, capaz de competir con los grandes cenáculos donde se asientan los puntos de referencia culturales que mueven los intereses de este país. Aquello ha sido sustituido por el adocenamiento, la vulgaridad, la falta de estímulo y, sobre todo, por una visión localista (por tanto, minimalista) de la actividad cultural, con un  horizonte que empieza y acaba aquí mismo.. 
De vez en cuando, sin embargo, aparece una especie de llamarada que rompe esa monotonía apagada para encender una especie de lucecita de esperanza, cuando nos encontramos, casi sin esperarlo, con una propuesta original, la excepción que confirma la regla y que estos días se produce por partida doble, José María Lillo en la Fundación Antonio Pérez, Alberto Corazón en la Casa Zavala. Son dos exposiciones brillantes, llamativas, de las que entran por la mirada y en las que el espectador se puede recrear durante tiempo y tiempo, siguiendo los trazos insinuantes de unas colecciones tan sugestivas como cercanas en la comprensión de lo que pretenden y ofrecen.
Me quiero referir hoy a la primera de ellas, una auténtica delicia plástica además de una sorprendente demostración de detallismo en el dibujo. José María Lillo (Cuenca, 1956) no se presta demasiado a la exhibición pública, que parece consustancial con cualquier artista que se precie; más bien navega por la vida en un tono discreto, como no queriendo molestar a nadie ni llamar la atención, a pesar de que en estos momentos es uno de los dos o tres nombres fundamentales de la pintura hecha en Cuenca, donde ha desarrollado un recorrido ciertamente curioso, para llegar desde la absoluta abstracción a la figuración detallista que ahora podemos comprobar. Quizá es el artista que de manera más cercana conoció el influjo de Fernando Zóbel, del que heredó la afición por el paisaje y el sentido lírico en la forma de afrontar el desafío de llenar un lienzo, lo que lleva a cabo no solo desde la intuición sino también desde el conocimiento técnico, como profesor de Bellas Artes que explora con dedicación casi de virtuosismo las modalidades más arriesgadas. Ello le ha permitido ir pasando de un estilo a otro con la sencilla normalidad que corresponde a un auténtico maestro.
La exposición que ahora está colgada en la Fundación Antonio Pérez confirma de manera rotunda cuanto vengo insinuando en las líneas anteriores. En sus últimas comparecencias, Lillo había mostrado la espléndida riqueza cromática de los paisajes de Cuenca, pero ahora da una vuelta de tuerca espectacular y se sumerge a conciencia en el mundo de la botánica, que explora con el minucioso detallismo que aparentemente correspondería más a un científico que a un artista, pero no es así, porque estos árboles, todos dibujados en blanco y negro, sin concesiones fáciles al espectáculo, transpiran el alma de cada uno de ellos, más allá de las cortezas del tronco o las ramas que parecen sobrevolar por el espacio inmediato. Esos árboles llegan a conformar un universo casi mitológico, al que aportan formas y texturas tan diversas que podrían ser interpretados poniendo en juego toda la imaginación posible. Hay aquí un alarde de observación, de muchas horas ante cada ejemplar para captar cada uno de sus detalles, en lo que podría interpretarse como un alarde de realismo pero que en realidad transmite una sorprendente capacidad introspectiva para transformar cada uno de esos árboles en un ser vivo, con personalidad, con carácter.
Y si con los cuadros, enormes de tamaño, hasta formar un abrumador bosque de imágenes, no hay suficiente, el espectador puede darse un paseo por los pasillos inmediatos y asistir a un extraordinario despliegue de dibujos (estos si, en color) sobre el paraíso de las setas y los hongos, un auténtico festín micológico.