Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Granos de arroz

16/03/2021

No sabía si reír o llorar, sentirme satisfecho o dejar que el cabreo se apoderase de mí. Hace días me invitaban a lo que los organizadores valoraron como una actividad especial, selecta, exclusiva para 20 personas que podrían ir acompañadas. Un joven y excelente pianista ruso, con una técnica impecable y ganador de varios premios internacionales, ofrecería un recital. Los rasgos de distinción de dicha actividad se asentaban, por supuesto y en primer lugar, en la calidad del intérprete así como en el impresionante programa de obras que interpretaría. Pero también influía la triste, lógica y fría limitación de aforo, lo que hacía que ser uno de los elegidos me hiciese sentir poco menos que tocado por el dedo divino. Además, se llevaría a cabo en una entidad cultural de reconocida fama y reputación, al tiempo que se organizaba en colaboración con otra que cuenta, en el campo de la formación musical de alto rendimiento, con un renombre mundial sin parangón. Todo hacía pensar que disfrutaría de una experiencia única y más en los tiempos actuales. Además, por razones que sobra señalar, esa sala llevaba prácticamente cerrada un año y su apertura se haría casi a hurtadillas del numeroso público que a ella acudía, hasta hace un año, a disfrutar regularmente de lo mucho y bueno que programaba. Al llegar, no ver a nadie en la puerta me desconcertó, al tiempo que me hizo regodearme por ser uno de los elegidos. Al entrar, más de lo mismo. Al penetrar en la sala, un grupo de personas que nunca jamás antes se pudo decir con más razón que bastaban los dedos de una mano para contarlas, estaba en ella con cierto sentido de culpabilidad. Calladas, moviéndose con reparo, dispersas por una sala en la que habitualmente solía haber centenares en calidad de público. Qué sensación tan triste, tan gris, tan agobiante. A escasos segundos del comienzo, 4 personas más se incorporaron. Ya éramos 9 en total dispersos como granos de arroz arrojados al aire y caídos al suelo de un amplio recibidor. Y llegó la hora, y salió el intérprete, y sentí bochorno. Venir desde Rusia a tocar un programa de tanta envergadura ¡ante 10 personas! Y ello gracias a que en el último momento se incorporó el recepcionista. Qué sentimiento de impotencia. Durante todo el concierto, notas surgidas de genialidades como Bach, Chopin, Liszt o Stravinsky, colisionaban en mi sentimiento con interrogantes y un cabreo acrecentado de manera progresiva. ¿Dónde estaban los otros 31 que supuestamente —¡estoy seguro de ello!— aceptaron la invitación cursada? Quien organizaba este acto, ¿desconoce los hábitos de buena parte de la ciudadanía española relativos a que cuando se regala algo ni se agradece, ni se valora y, si sale, en el último instante se decide no ir y no pasa nada? ¿Por qué en las instituciones culturales no hay profesionales de la gestión y se asignan estas labores a aficionados voluntariosos o a amiguetes? Pero todo ello eran nimiedades comparadas con la sensación que yo imaginaba que dominaría el sentir del magnífico pianista cuando, entre obra y obra, saludaba a las pocas personas allí sentadas. Su cara era un poema y quiero creer que fuese por su condición rusa y no porque, como suele ser habitual en estas circunstancias, es al escaso público que asiste al que se transmite la enorme decepción dominante por la estrepitosa ausencia de asistentes. Al menos, espero que el caché abonado no estuviese en relación directa con los allí congregados. ¡Qué vergüenza!