José Luis Muñoz

A SALTO DE MATA

José Luis Muñoz


Luz y colorido en las naves de la catedral

02/06/2022

Voy a comentar aquí y ahora una experiencia personal, que seguramente comparten otras muchas personas, pero no todas, entre otros motivos porque quizá ni lo han pensado, de manera que es posible que estas palabras mías despierten en ellas el interés por compartirla con lo que, estoy seguro, van a obtener un considerable beneficio. La experiencia en cuestión consiste en entrar despreocupadamente en la catedral de Cuenca y pasear por ella, sin un propósito determinado y tampoco sin seguir un orden establecido, es decir, dejando que los pies vayan al buen tuntún, de acá para allá, siguiendo los pasos que sugiere el instinto o atraídos por algún estímulo concreto, una reja, una capilla, una columna o una vidriera, cualquier elemento susceptible de atraer la mirada y ganar unos minutos de contemplación.
A ese entretenimiento me vengo entregando desde hace muchos años y aseguro que es una actividad muy estimulante, de las que no cansan; además, esta catedral nuestra es tan variada y sugerente, tiene tantos factores internos susceptibles de llamar la atención que siempre hay algo nuevo que descubrir o apreciar con una mirada distinta a la que quizá se le aplicó en una visita anterior. La continuidad de estos paseos por la catedral ha servido para ir siguiendo de manera progresiva la extraordinaria evolución que se ha registrado en su interior, desde la limpieza hasta la luminosidad pasando por la lógica y necesaria incorporación de nuevos elementos de difusión e información que son imprescindibles en los actuales comportamientos del mundo. Aquellas naves oscuras, casi tétricas, aquellas capillas siempre cerradas, ocultando lo que pudiera haber de interesante en su interior, aquel silencio opresivo que invitaba a salir de allí cuanto antes, han sido sustituidos con el paso de las últimas décadas por situaciones totalmente diferentes. La recuperación del claustro, la apertura permanente de la Capilla del Espíritu Santo, el sonido vibrante y magnífico de los órganos, la implantación de las modernas, espectaculares vidrieras (¿quién se acuerda ya de la estéril polémica cuando fueron diseñadas y colocadas?), la adecuación de la subida al triforio, son etapas que hemos ido viviendo en ese paulatino discurrir del tiempo que viene a aportar un sentido nuevo, diferente cada vez, a las esencias de este recinto que nace a la vida a la vez misma que la ciudad actual.
La rutina siempre amable de los paseos por la catedral de Cuenca encuentra ahora un motivo especial para fijar la atención, un detalle ciertamente singular: el retorno a su sitio del Retablo de San Fabián y San Sebastián, ausente durante los meses que ha durado su restauración en las manos de Luis Priego y su laborioso equipo técnico. Solo por ver esta obra luciendo de manera verdaderamente espléndida merece la pena subir los peldaños que hay entre la Plaza Mayor y la fachada del templo para entrar en él e invertir unos minutos en la contemplación de esta maravilla del arte. Lo han vuelto a colocar en su sitio, un grueso pilar en la girola, probablemente, como dicen los técnicos, un lugar que no debió ser el suyo original, porque hay cierta desproporción entre las figuras escultóricas y el espacio disponible para quedar adosado, pero ahí estaba, así lo hemos conocido y a él ha regresado. Obra magnífica de Diego de Tiedra, tallada a mediados del siglo XVI y financiada por el arcediano Juan Fernández de Heredia, cuya tumba está en el suelo, delante del retablo, ambos conceptos, arte y personaje, simbolizan bien las circunstancias de una época muy fecunda para la historia de la humanidad y especialmente generosa en la definición de carácter y contenidos de la catedral de Cuenca. No voy a entretenerme aquí en detalles descriptivos sobre esta maravilla, que se pueden encontrar con amplitud en otros sitios más adecuados, pero no puedo -ni quiero- dejar de referirme a la equilibrada y armónica estructura general de la obra, estructurada en dos cuerpos, ocupando el principal las figuras de los dos santos, Fabián con el báculo que simboliza su dignidad episcopal, Sebastián en la bien conocida actitud iconográfica que corresponde a su muerte a flechazos. Ellos ocupan el elemento más destacado del retablo, pero a su alrededor, arriba y abajo, hay otras muchas figuras, bajorrelieves y detalles decorativos, incluido el escudo del arcediano. Como suele ocurrir con estas bien trabajadas obras de la cultura clásica, seguir paso a paso todos los elementos que la componen e intentar descifrar los mensajes que el autor quiso transmitir, es un entretenimiento muy aleccionador y que se presta, por lo común, a interesantes elucubraciones.
Me he detenido ante esta figura porque hace muy poco que han vuelto a recolocarla y realmente merece la pena invertir unos minutos ante ella y observar los detalles que las manos diestras de los restauradores han sabido recuperar, devolviéndole el carácter original que tuvo. Durante su ausencia, parecía como si la girola hubiera perdido uno de sus elementos más definidores, esa típica sensación de orfandad que suele producir la falta de algo o alguien que consideramos forma parte indisoluble de él o ella. Los paseantes de la catedral, al llegar a este punto, no podíamos evitar una mirada como de desconsuelo pensando, con ese toque de pesimismo que suele invadir a los seres humanos, que a lo peor no volvíamos a verlo, víctima quizá de algún cataclismo de los que suelen descargar con no poca virulencia en el momento menos pensado. A lo que ahora sustituye, como es lógico, el sentimiento contrario: el retablo ha vuelto, está en su sitio, podemos volver a verlo y aún mejor que antes, las naves de la catedral vuelven a estar completas. Y eso produce una evidente sensación placentera, que ayuda a continuar el paseo por estas amplias avenidas interiores, iluminadas por la tenue y colorista luz que cruza a través de las hermosas vidrieras, imaginando que en estos momentos los órganos están animando sonoramente el sosegado paseo que permite, una vez más, sentir el íntimo latido interior que provoca siempre la contemplación de las naves y capillas de la catedral de Cuenca.