Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Chernóbil

25/04/2021

E ste lunes se cumplen 35 años de la catástrofe de Chernóbil que, junto a las imágenes de los ataques a Hiroshima y Nagasaki, hicieron visibles los efectos devastadores de la radiación y los peligros que puede conllevar el mal uso o la ausencia de seguridad cuando se maneja energía nuclear.

Hoy, la ciudad de Pripyat, la más cercana a la central, cuyo reactor ha sido cubierto por un enorme sarcófago de protección, continúa siendo un lugar fantasmagórico, siniestro, inquietante, donde la naturaleza ha ido ganando terreno al asfalto y el reloj se detuvo sin previo aviso. La imagen de la escuela o de la icónica noria del parque de atracciones que iba a ser inaugurado el Día del Trabajador de ese mismo año permanecen como testigos mudos de una tragedia que sigue teniendo una zona restringida de 4.300 kilómetros cuadrados.

Desde que Alemania comenzara a desmantelar sus plantas hace ya 10 años, muchos han sido los países que han optado por seguir ese camino y apostar por nuevos proyectos más sostenibles y respetuosos con el medio ambiente. El mayor problema de la energía nuclear es el almacenamiento de sus residuos, que necesitan décadas para degradarse y son altamente perjudiciales. En marzo de 2011 un tsunami provocó una fusión de núcleo parcial en la central japonesa de Fukushima. Algunos expertos admiten que podrían pasar 100 años antes de que las barras de combustible fundidas puedan ser extraídas de forma segura. La solución, que no ha conseguido el consenso, pasa por verter al Pacífico más de un millón de toneladas de agua procedente de la planta nuclear a partir de 2023. El líquido está tratado, pero aún contiene isótopos radiactivos y sus efectos no están claros.

Retrocedamos a 1986. Con un ardor insoportable en la garganta por haber inhalado ese aire tan extraño que emana de la central, centenares de soldados soviéticos descansan en las tiendas de campaña levantadas cerca del lugar donde se ha producido el accidente. Para mitigar ese picor que les quema por dentro, beben agua constantemente. El alivio es instantáneo, pero ese polvo tan extraño con un tono amarillento se incrusta en sus cuerdas vocales y las toses rompen al unísono el silencio de la noche.

A diferencia de los primeros bomberos que llegaron al reactor y que sufrieron numerosas quemaduras, los liquidadores, que esconden su miedo tras una careta de euforia por erigirse en salvadores de la patria, no tienen aparentemente nada en la piel. Sus ojos, que no dejan de escocer, y las vías respiratorias son las partes más afectadas. Su misión es suicida. La falta de información y su exposición a la radiación es un boleto con destino funesto.

El miedo a un apagón generalizado por un posible ataque del enemigo norteamericano en plena Guerra Fría empuja a los máximos mandatarios de la URSS, asesorados por el Comité para la Seguridad, la KGB, a llevar a cabo una serie de paradas programadas en sus centrales nucleares con el objetivo de testar los sistemas de seguridad de las mismas a través de fallos simulados en el suministro eléctrico de sus reactores. El servicio de inteligencia había advertido sobre múltiples violaciones de los protocolos y numerosas deficiencias en la planta. Chernóbil se encuentra en el punto de mira.

Aunque la prueba está programada para ejecutarse en la tarde del 25 de abril, los directores de las distintas factorías de la zona, que trabajan gracias al suministro de energía procedente de la central, solicitan que se retrase para no tener que parar su producción. Los responsables aceptan, pero la potencia del reactor se reduce al mínimo a la hora inicialmente prevista, aumentando considerablemente el tiempo de espera y cometiendo el primero de una serie de errores en cadena que provocarían la mayor catástrofe nuclear de la Historia.

A la 1.20 de la mañana, los ingenieros cortan la luz del reactor número 4. Es la situación crítica con la que pretenden ponerlo a prueba y así averiguar qué es lo que ocurriría durante el apagón. La decisión provoca un sobrecalentamiento que hace que la presión en el interior, como consecuencia de la gran acumulación de vapor, aumente y, cuando los operadores, después de que el supervisor diera varias órdenes absurdas que llevan la situación al límite, se percatan de lo que está sucediendo, deciden apretar el botón AZ5, con idea de introducir las barras de control de boro al reactor para frenar el efecto en cadena de los neutrones en los átomos.

No hay solución. El último intento por parar el desastre fracasa porque la punta de las barras contiene grafito, lo que genera una reacción contraria que hace que el agua hierva de tal forma que acaba por reventar la cubierta del reactor. La deflagración expone el núcleo a la atmósfera y emite una nube tóxica de radioactividad que se expande hacia el Viejo Continente. Días después, militares y mineros cavan un túnel que logra prevenir más explosiones y que, de haberse producido, habrían hecho inhabitable una parte importante de Europa. La conclusión, 35 años después, es que este suceso pudo ser aún más devastador para un planeta al que, si nadie lo frena, Japón podría envenenar con sus vertidos.