Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


Crimen perfecto

15/03/2019

No parece que el partido demócrata haya leído el libro de Mark Lilla, El regreso liberal. El título es engañoso, ya que en inglés refleja una connotación progresista que en español se pierde. El autor recrimina que la izquierda apueste por una política de la identidad que penaliza la diversidad intelectual. Además, comenta que la guerra ideológica se libra en las universidades, donde la élite académica y estudiantil lidera un pensamiento único y excluyente que los demócratas han asumido como propio.
El problema radica en que hace cincuenta años había una discriminación intolerable, que fundamentó una legítima solidaridad, la cual parece complicada de defender en la actualidad. Una democracia fuerte requiere individuos que sientan el hecho de formar parte de un colectivo superior, un “nosotros”, que permita la generosidad y el esfuerzo conjunto. Este es el pilar que justifica el pago de impuestos y la pertenencia a un ente más elevado. En este entorno el voto mayoritario afecta a todos al ser la suma de decisiones individuales.
En los estados de reciente creación, el modelo democrático posee una debilidad intrínseca: los ciudadanos no piensan como individuos sino en su identificación de miembros de una tribu, etnia o comunidad religiosa. Europa necesitó siglos de guerras y muertos para construir un concepto de ciudadano que se esforzara en descubrir lo que une a sus semejantes, no lo que les separa. Los estadounidenses, con su constitución, reafirmaron una escrupulosa separación entre Iglesia y Estado para garantizar una pacífica convivencia de individuos.
La llegada a la política de Alexandria Ocasio-Cortez y de Ilhan Omar, reconocida musulmana, han provocado una tormenta en su partido. Su lenguaje directo y agresivo está llevando a los líderes demócratas a un terreno desconocido, donde el resentimiento y la identidad son un plus. El error consiste en renunciar al debate de las ideas y sustituirlo por el de sentimientos. Afirmar que los judíos norteamericanos se deben a una potencia extranjera (Israel) es una ignominia que nos retrotrae a los años 30. Es un fracaso intelectual creer que solo podemos hablar con personas que compartan nuestra afinidad étnica, religiosa, género, etc. Solo ellos pueden comprender nuestro dolor o las penurias sufridas.
Parece oportuno que las universidades norteamericanas reflexionen si con su cruzada identitaria no están destruyendo la libertad de expresión, las instituciones y de paso la democracia. Un campus universitario debería ser el centro del debate intelectual, de curiosidad y de crítica constructiva, no el epicentro del odio y el resentimiento.