Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Las cuentas de don Juan

02/03/2021

Empezaba el curso. Meses atrás habíamos concluido el COU en el instituto y llegaba el momento de dedicarse de lleno a prepararse para el futuro. Yo llevaba años encarrilado en el mundo de la música, estudiando en Valencia y Cuenca. Ello me permitía no estar demasiado preocupado. No obstante, quizá por engordar currículum, calmar dudas paternas o dedicar a algo mi tiempo libre, decidí matricularme en Magisterio. No me convencía del todo la idea, pero haciéndolo siempre habría posibilidad de dar marcha atrás, tal y como haría meses después. Me encontraba de nuevo en el viejo y llorado edificio de Astrana Marín, aquel en el que antes había cursado EGB y que alguien mandaría incomprensiblemente destruir años después. Ahora estudiaba para maestro. Al poco de llegar nos dijeron que había que elegir delegado. En el claustro de la Universidad Autónoma de Madrid, de la que por entonces dependía la Escuela de Magisterio de Cuenca antes de que la UCLM fuese realidad, los alumnos ya gozaban de representación. Casualidades de la vida hicieron posible que en mi aula coincidiésemos varios jóvenes que ya nos conocíamos de saraos previos. Ahora compartíamos estudios. Llegado el día de votar, viendo que la candidatura que perseguíamos posiblemente no triunfase, decidimos dar vidilla a la mañana otoñal y animar así las mortecinas clases. Habiendo decidido que cada cual votase a quien quisiera, sin candidatos previos y a fin de realizar un primer tanteo, fijé mi atención en una compañera discreta, callada, aparentemente carente de iniciativa a este respecto y compartí mi idea al respecto con mi compañero de mesa. ¡Sería nuestra candidata! Puestos a la faena, cortamos dos trozos de papel poniendo en ellos su nombre. Pero viendo que sería mucho el papel desperdiciado a lo tonto, propuse a mi compañero aprovecharlo para mostrar nuestro apoyo sincero, sólido y sin límites a nuestra candidata. Así, cada uno escribimos el nombre de la afortunada al menos en veinte papeletas que, llegado el momento de votar, introdujimos disimuladamente en la bolsa de tela que hacía de urna. Realizado el recuento, las sensaciones de la susodicha, al recibir ella sola 40 votos procedentes de una clase de poco más de 30 alumnos, fueron apoteósicas. Y ello al margen de los otros treinta y tantos votos distribuidos entre otros candidatos. Ella no cabía de gozo en sí misma pero don Juan Martino, nuestro tutor y ¡profesor de matemáticas!, se interrogaba sobre cómo podían darse tales resultados. Las normas de las elecciones exigían que las votaciones nulas, los empates, etc. se resolviesen no de manera inmediata sino 10 o 15 días después. Metidos ya en harina, decidimos seguir con la estrategia y hacer brotar, votación a votación, nuevos y emergentes candidatos constituyéndonos en sus puntuales equipos electorales, aunque ni ellos mismos lo supiesen. Si uno no sacaba en una votación 50 votos, era porque sacaba 60. Y nuestro querido don Juan alucinaba como quizá pocas veces había experimentado en su vida. Los votos, semana a semana se multiplicaban como los peces y los panes… y sin explicación. Hartos en Madrid de esperar, decidieron un día mandar a un profesor de allí a fin de poner orden, fecha esa en la que mi amigo y yo decidimos no ir a clase. No era cuestión de que nadie censurase ni limitase nuestra libertad de expresión, nuestro sentido democrático, nuestra libertad. Por fin, ese día los números cuadraron y, lo más importante todavía, por fin le salieron las cuentas a don Juan.