Le contaba a uno de los mejores analistas de la vida que conozco, al que desgraciadamente cada vez le quedan menos palabras en su sitio, que tenemos el 'entorno' («¿Ahora lo llamáis así?») de la selección un poco enrarecido: a Luis Enrique no lo traga la mitad del país, a Morata se le pita en el partido en que se aplaude a Pepe y a Cristiano, a Laporte se le hacen 'test de españolidad', se habla más de los que faltan que de los que sí están en una convocatoria, unos llaman estúpidos a los que defienden que un tipo que apenas ha jugado en seis meses debería estar en la lista, otros llaman estúpidos a quienes defienden la ausencia del gran capitán, del mito, al borde de la recuperación. Y el Covid de fondo, y la vacunación, y que seguimos improvisando y cada vez hay más palos y suenan más fuerte. Y la pelota aún no ha dado un giro...

«¿Qué esperas? Vivimos enfadados», decía. Tiene un filtro débil pero aún funciona: le llega mucho pero retiene poco de periódicos, radios y televisiones. Lamenta con suspiros que todo está politizado, estigmatizado, polarizado y, de alguna manera, sucio. Todo es opinable desde la atalaya del polemista, porque vende la mierda, vende el conflicto, vende la idea de que quien no está a tu lado, quien no piensa como tú, es el enemigo. Es la forma en la que los patrones de la patria, los que gobiernan y los que se oponen, los que deberían dar ejemplo, han elegido inocular al país que dicen amar. Y sí, en la calle hay ganas de pelea, por no escribir algo peor, porque quien debería apaciguar sólo sabe sacarle rédito a la colisión. ¿Que si eso afecta a nuestra forma de ver y analizar lo que hace la selección? Cuando «estás» enfadado todo es susceptible de recibir un análisis más duro e injusto del que merece. Cuando «vives» enfadado esa injusticia se convierte en cólera crónica. Contra casi todo. Y al fútbol, eterno foco de combate en esta tierra, eso le afecta mucho.