Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


2,50 euros

12/01/2021

Desde hace meses intento volver a casa, prácticamente todos los días y tras mis clases, andando. Hace tiempo que el médico me dijo que hay que combatir sin miramientos el sedentarismo que va asociado al hecho de dar clases y, dado que me gusta pasear, es un placer practicar senderismo urbano al tiempo que desarrollo una de mis aficiones preferidas: observar. Me aburre ir siempre por el mismo sitio. No me genera atractivo alguno el hecho de ver todos los días los mismos jardines, el mismo río, los mismos comercios. Sin embargo, el trasiego humano, las reacciones de las personas ante situaciones diversas o los comportamientos habituales pero vistos con ojos traviesos, provocan en mí lecturas diversas, cuando no elucubraciones, que activan mi imaginación hasta límites que yo mismo establezco. Cuántas veces no especulo en torno a las causas por las que tal pareja camina en paralelo sin dirigirse la palabra ni tampoco la mirada. En no pocas ocasiones teorizo sobre las razones que habrán llevado a tal persona a mostrar, en público, ciertos sentimientos a otra que no parece estar en su mismo nivel físico, sociocultural, económico o incluso intelectual. Al menos eso concluyo en los escasamente cinco segundos que permanecen ante mis ojos. Pensamientos, reflexiones… que unas veces comparto con otros, que otras guardo para mí y que siempre intento que me ayuden a ser mejor; no sé en qué sentido, pero mejor. Cada tarde veo nuevos comercios cerrados, nuevos chinos que abren, más ciudadanos singulares que deambulan por las calles sin norte aparente, más policías y ambulancias que llegado el momento de pararse ante un semáforo activan sus sirenas a fin de que los mortales de a pie se arrimen y, una vez pasado el cruce, cese la repentina contaminación acústica por ellos generada. Cada anochecer percibo más frío, quizá un poco menos tráfico, aunque más incertidumbre e inseguridad, no preciosamente ciudadana. Intento que mis paseos me lleven por distintas aceras, calles e incluso rutas. Hace tiempo los aprovechaba para escuchar la radio o mantener conversaciones telefónicas que tenía pendientes. Ahora ya no soy capaz ni de una cosa ni de la otra. Llevo mucho tiempo deseando que lo que mis ojos ven hace semanas ya no esté presente. Sin embargo, el incierto futuro de cada atardecer sigue haciéndose triste realidad en esos aspectos, lamentablemente. Cada paseo reafirma la presencia de ese «autónomo», autodenominado así, que sentado a la puerta de un supermercado y enfrascado siempre en un libro, apela tristemente a la generosidad de los usuarios del mismo. Cada noche me encuentro al mismo señor que, bajo una mísera entrada de una antigua entidad bancaria hoy clausurada, almacena todos sus bienes mostrando, como si de la más lujosa mansión se tratase, las mantas de su catre impecablemente colocadas junto a haraposas ropas, botellas de agua y mendrugos de pan. No puedo remediar activar mi imaginación para intentar descubrir, sin la más mínima intención de comprobar la realidad, qué le llevó a esa situación. Cuando mi camino va tocando a su fin, protocolariamente busco en mi bolsillo los 2,50 euros con los que abonar esa docena de castañas asadas que regularmente compro intentando al menos hacer sentir al castañero que el frío que pasa merece el reconocimiento de algunos. Lo miro día tras día y pienso que bien podría ser yo el que estuviera en su situación. Con una educación exquisita, modales impecables e imagen inmejorable, teorizo sobre ¿qué le habrá llevado a vender castañas, boniatos o mazorcas en estos duros meses de invierno? Mi vista descubre cada día más desolación y tristeza. Y sigo mi camino.