Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Paseo vital

16/02/2021

Mi paseo por la vida me convence, cada vez de manera menos dubitativa, de que, por encima de otros, son dos los perfiles predominantes que diferencian a las personas. Cierto es que a simple vista, aunque uno sea tuerto como mi abuelo, vemos que por estas latitudes deambulamos, entre otros y al margen de fenómenos, hombres y mujeres, altos y bajos, guapos y feos, gordos y delgados, rubios y morenos o pelirrojos, así como, por tanto, calvos y con pelo. No es cosa de cuestionar ahora las clasificaciones que hasta un chico formado a la sombra de la LOGSE identificaría. Otros son los que empeñan sus limitadas haciendas intelectuales a combatir obviedades seculares tratando de convencerse de que características propias del género humano son invención del rancio heteropatriarcado, del caduco capitalismo, de la corrupta monarquía o de la execrable Iglesia. El caso es que, al margen de los típicos perfiles, una mirada más introspectiva, esa que no se realiza simplemente con los ojos, ayuda a alcanzar conclusiones más profundas. Desde joven busco referencias que me ayuden a crecer humana y profesionalmente así como, si es posible, con alguna sensibilidad. Innegable es que, salvo los que descubrí hace lustros, pocos nuevos modélicos ejemplos vienen a unirse últimamente a ese horizonte que mi mirada divisa y hacia el cual me dirijo hace décadas. Y dado que hace ya tiempo que son habas contadas los nuevos modelos que me encuentro por el camino, al menos, y para no perder el norte, he aprendido a mirar hacia atrás a fin de identificar de dónde huir y de quién apartarme. Y no porque no me junte con los que no son modelo o ejemplo ni siquiera para sus propias sombras, ya que eso lo hago con pavorosa regularidad, sino para así valorar más a los que no son como ellos. Cuando en el peor de los casos llego a coincidir, aunque sea tan solo en la guía de teléfonos, con gandules, aprovechados, embusteros enfermizos, parásitos, hipócritas, ladrones de conciencias, inmorales, cabreados con el mundo, tóxicos, fundamentalistas, mediocres o sabelotodos de lo ajeno pero ignorantes de lo propio, me grito: ¡huye! Y huyo, aunque reconozco que no siempre lo consigo sin antes firmar conmigo mismo una tregua que dé tiempo al rastrero para cambiar. Pero como soy un pardillo, al final siempre me doy cuenta de mi ingenuidad al esperar que los que son así se desmarquen de esas actitudes. Quizá para ellos sean normales, al llevar conviviendo con ellas desde la primera teta que les dieron, pero que para mí son señas de mediocridad maloliente y deleznable. Y me pregunto: ¿Alguna vez he conocido a un gandul que con los años se volviese trabajador? ¿He identificado alguna vez a un mezquino que el tiempo lo haya vuelto honesto? El devenir de los tiempos ¿ha permitido alguna vez que un gorrón tenga utilidad para algo más que para hacer bulto y sentirse víctima de los que sí trabajan? Y es entonces, tarde sin duda, cuando cierro la puerta definitivamente y dejo de perder el tiempo en causas malogradas. Y la razón más sólida para saber que mi decisión es la adecuada se me presenta cuando alguno de esos prodigios me dice, por supuesto con superioridad moral, que él y yo no nos parecemos en nada. “Albricias”, contesto orgulloso. “Me hundiría en la miseria que tú y yo coincidiésemos en algo más que en el hecho mismo de que, llegado el momento, ambos miccionamos en caída libre”. Y puerta.