Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


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24/03/2020

Cada vez me identifico más con sentencias que durante siglos ha acumulado el refranero. Las que de niño escuchaba o de adolescente rechazaba como si de doctrinas que me quisieran imponer se tratase, hoy son mi ley de vida. Y no porque haya decidido finalmente asumirlas, sino porque mi vida me hace concluir que, de haber nacido antes y dada mi afición a conceptualizar actitudes, seguramente me habría dado por intentar crear alguna. De hecho, a veces me ocurre aun siendo consciente de que mentes preclaras y preexistentes seguramente ya habrán dilucidado al respecto. Alguien dijo que no creyendo en la humanidad sí que lo hacía en las personas. ¿O fue al revés? El caso es que en estos días no es la situación que atravesamos la que me saca principalmente de mis casillas, sino los hechos que protagonizan algunos congéneres no necesariamente políticos. Esa batalla está perdida y sé que puede llevarme a la desesperación más absoluta, no por la existencia de estos tipejos sino por la de otros que los elevan a un pódium y les dan un palo creyéndose entonces directores de la mejor orquesta planetaria sin ni siquiera saber cantar el cumpleaños feliz. Lo que de verdad me exaspera en estos momentos es la cantidad de ignorantes, idiotas o chulos que desafían las normas plantando cara a las autoridades, acreditando que ni saben ni hay posibilidad de que jamás lleguen saber qué es eso del sentido común. No hay cosa que más me desespere que cruzarme con un medio tonto y tener que darle conversación. No experimento mayor impotencia que cuando me cruzo con un prepotente de talante chulesco que se considera superior a los demás. Aunque a veces cuesta, la sociedad suele terminar poniendo a esos buhoneros del ridículo en su sitio: un buen estacazo y hala, a tomar el sol, o quizá la sombra, en el mayor de los ostracismos. Cuestión de tiempo.