Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Libros

27/04/2021

Siendo niño empecé a atesorar libros. Uno tras otro, el caudal de vida que iban configurando fue incrementándose progresivamente. Primero fue en una estantería, luego en muebles enteros… hasta llegar a tener un espacio exclusivo para ellos. Creo que jamás me he desprendido de ninguno. Sé que me costaría hacerlo y que pocas, por no decir ninguna, serían las razones que podría encontrar para hacerlo. A fin de cuentas, no solo han ido, poco a poco, conformando mi personalidad, inquietudes, anhelos y desvelos, sino que a su vez han reflejado lo que era, me ocupaba y preocupaba en cada momento. Las ya desactualizadas enciclopedias, las colecciones que por fascículos completé durante interminables meses, los diccionarios que ya en contadas ocasiones consulto, los manuales de las más diversas aficiones que por mi vida han desfilado o las colecciones de cromos que décadas atrás junté, reposan en los anaqueles de mi estudio. Sé que muchos no volveré a acariciarlos pausadamente. Además, tengo la fundada sospecha de que otros jamás los llegaré a leer. Pero es que intuyo que muchos de los que un día compré por mera curiosidad o interés puntual no servirían hoy, como mucho, sino para ser reciclados. Me da igual; ahí están. Y son míos. Los suelo mirar con orgullo, siempre con pasión y jamás indiferentemente. Recuerdo con nostalgia los años en los que, por el volumen que ocupaban y en franca rivalidad con mis posibilidades de espacio, me vi obligado a tenerlos repartidos entre varios lugares. Cuando conseguí que todos estuvieran bajo un mismo techo, sentí ver hecho realidad uno de mis más importantes sueños, algo que solamente había experimentando de niño cuando todos los que poseía me cabían en un par de estantes. Recuerdo también los años en los que decidí asignar una cantidad mensual a la compra de libros, sin respetar jamás ese compromiso. Engañándome a mí mismo, siempre la superaba sin otra justificación que la de los irresistibles impulsos que sobre mí ejercía ese vicio, confesable al menos, que ya por entonces me poseía. Hace tiempo que me prometí no comprar más libros hasta no haber leído todos los que tengo. Qué incrédulo soy. Regularmente falto a ese compromiso y, con falta de lealtad hacia mí mismo, caigo permanentemente en la necesidad irreprimible de adquirir el último libro de educación publicado, el manual de supervivencia emocional que me atrapa desde el escaparate de una librería o la penúltima publicación de uno de mis escritores favoritos. No tengo remedio. Y lo grave es que he de hacer algo y, además, en serio y pronto. No aguanto los libros electrónicos y sin embargo me apasionan las ediciones dignas de libros en papel. Jamás he leído uno que no fuese de mi propiedad. Pudiéndolo poseer, por qué resignarme a tenerlo solamente durante un tiempo y encima en préstamo. Sin embargo, son incontables los que un día dejé y no han retornado jamás. Hubo un tiempo en el que apuntaba los que prestaba. Más tarde opté por dejar de hacerlo queriéndome convencer de que, ante el hecho de pasar inadvertidos entre los míos, mejor sería permitir que cada uno de esos libros quedase en posesión sine die de otras personas en las cuales suponía, por el mero hecho de habérmelos pedido, un mayor interés que el mío propio. Sin embargo, una duda de respuesta previsible se apodera de mí desde hace tiempo y desgarradoramente. ¿Qué será de mi biblioteca cuando, como dice el periodista, yo ya no esté? No proceden especulaciones.