Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Terrorismo

14/09/2021

Aquel día se dibujaba en mi horizonte como singular. No me quitaba especialmente el sueño, pero enfrentarme a un tribunal para defender mi trabajo de investigación no era algo que me pasase todos los días. Además, tras trabajar toda la mañana, debía desplazarme en coche hasta Valencia donde por la tarde pondría punto y final, previsiblemente, al máster cursado en los últimos meses. Días antes, una amiga me había dicho que, si no me importaba, le gustaría asistir a mi defensa y que se vendría, si igualmente yo no mostraba objeción al respecto, en mi coche. Dado su perfil, no es que me entusiasmase la idea, pero le agradecí mucho tal deferencia y quedé en recogerla al final de la mañana. Esta chica, de la cual hace mucho que no sé nada —no llego a identificar claramente si eso es una suerte o una desgracia—, siempre se caracterizó por ser capaz de hablar durante horas y no llegar nunca a decir nada. Recuerdo cómo, durante aquellos tiempos, un amigo y yo solíamos poner en marcha, regular y lamentablemente, una estrategia para cuando uno de nosotros era el destinatario de las tabarras de ella, que por cierto no eran mininas, precisamente. En esos momentos, el otro acudía en su auxilio inventándose cualquier problema repentino rescatándolo de tan soporífera conversación de la que difícilmente te podías librar por propia iniciativa ya que, eso sí, ella era una aparentemente bellísima persona. Bueno pues mediado el viaje y siendo yo incapaz de escuchar algo coherente procedente al menos de la radio, ya que ella no paraba de hablar, empecé a oír, de fondo, cosas sin sentido. Un avión estrellado y algo sobre las torres gemelas eran las únicas ideas que llegaba a entender dado el tostón que me estaba soltado mi copiloto. Le pedí que se callase un momento, a lo que ni reaccionó pues ella iba a lo suyo. Nuevamente le dije que parase, que me estaba dando la impresión de que algo muy interesante estaban diciendo por la radio. Y ella ni se inmutó y siguió con la sarta de chorradas que me estaba contando. Confesaré que en esos primeros momentos pensé que estaban haciendo una recreación actualizada de La guerra de los mundos, de Orson Welles, lo que me resultaba fascinante. Pero imposible; no se callaba y, lo peor de todo, es que yo me estaba poniendo tremendamente nervioso. Acto seguido, ya con un cabreo que llevaba más de una hora macerándose, arrepentido de habérmela llevado, le ordené: ¡Calla, por favor! A lo que me contestó: Ay, bonico mío, por qué te pones así si yo solamente… lo que ya me sacó de mis casillas. Ya muda, momentáneamente claro, conseguí enterarme de lo que estaba ocurriendo, al tiempo que ella refunfuñaba por lo bajini sin ser consciente, ni en su centésima parte, de la relevancia de lo acontecido. Ya percatado yo de los hechos, callado intentando imaginar el sufrimiento y la barbaridad que no podía visualizar y que estaba describiendo el locutor, ella intentó retomar su cantinela embriagada de un nivel de simpleza pocas veces por mí detectado antes. Dios santo; qué suplicio. Maldita la hora. Horas después, la defensa de mi trabajo fue genial y más tras el entrenamiento tenido previamente. Ese día me juré no compartir con ella ya ni un triste café. El paso del tiempo me hizo olvidar el dolor de cabeza que me puso ese día aunque, comparado con lo sufrido por miles de personas en esos mismos momentos, me pareció un regalo divino aunque, en este caso, en forma de inocente terrorismo psicológico.