Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Dos días

15/09/2020

En mis primeras tomas de contacto con ellos les tuve cierta admiración. Yo era joven, había asumido responsabilidades públicas por designación directa, unas veces de los unos y otras de los otros, y ser entonces un barbilampiño emocional contribuyó a hacerme sentir un privilegiado por estar a su lado. Sin tardar empecé a pasar vergüenza ajena para, posteriormente, derivar hacia la propia. Me sorprendía que, sin percatarse ellos, los politiquillos tuviesen un afán de notoriedad que rozaba el ridículo más absoluto. Los llamaba así, no por su envergadura física sino por lo endeble de sus experiencias vitales previas a la política, y eso por no entrar a valorar su formación e incluso falta de saber estar. En los entornos en los que me moví, primero en la gran capital y luego en mi tierra, veía que los administradores públicos necesitaban cualquier razón, por tonta que fuese, para convocar a cámaras, periodistas o personajillos del mundo de la farándula para sentirse importantes, para ponerse esas americanas solamente usadas en sus bodas o esos tacones que les iban a estrellar contra el suelo sin necesidad de empujón ajeno. Me resultaba ridículo el ambiente previo a esas ruedas de prensa donde los políticos bromeaban simplonamente con los periodistas, tuteándolos en plan colegas de barra de bar, antes de transformarse en autoridades científicas o morales (daba igual; podían hablar sin pudor de cultura, agricultura, autopistas o biciburras), sintiéndose lo más de lo más y sin miedo al ridículo, que es lo que realmente acreditaban ante los demás. Bochorno pasé en muchas ocasiones oyéndoles disertar sobre aspectos que no sabían ni pronunciar. Y los periodistas sonrientes, al menos delante de ellos, abonando la imprescindible complicidad que se requería para sobrevivir. La dádiva final llegaba en forma de desayunos de trabajo, regalos o aperitivos navideños. A vivir, dirían, que son dos días.