Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


El señor León

03/11/2020

El señor León marcó una parte de mi infancia. No solamente porque éramos vecinos —él vivía al cruzar la calle, una vez dejado atrás el kiosco de Vicente—, sino porque además era el conserje de mi colegio, la Aneja. Allí vivía él con su familia. Mis maestros me imponían respeto, pero él me daba miedo. Yo tenía la impresión de que, más que el ordenanza, él era el jefe del colegio. El dueño del cortijo, vamos. Verlo venir, aunque fuese de lejos, me producía pánico. De hecho, todos los niños del colegio le temíamos. Pero no porque fuese borde, que creo que lo era, ni porque fuese seco, que me parece que también acreditaba esa faceta en su vida, sino porque en cualquier momento podía aparecer por cualquier lugar, tanto del inmenso patio como del fastuoso edificio de los que disfrutábamos, condicionando nuestras acciones. Él mostraba un celo en el cumplimiento de sus obligaciones sólo comparable al de ese sultán de cuento que, dueño de un inmenso tesoro, no quiere compartirlo con nadie, ni siquiera con la vista. Siendo sincero diré que jamás le vi echándole una bronca a nadie y, ahora que lo pienso, me cuesta encontrar motivos en los que asentar realmente aquellas visiones, casi pesadillas, que de niño yo tenía a su costa. ¿Sería por su caminar pausado? ¿Quizá por aquel gabán o levita con la que, a modo de uniforme, cubría su enjuto cuerpo? Mi colegio era su fortuna. Nuestro patio su campo de batalla. Aquellos juegos nuestros sus desvelos. Nuestras vivencias de entonces son las fuentes de las que ahora mana la nostalgia que me invade. Ojalá existiese la posibilidad de viajar en el tiempo. Sin dudarlo, yo regresaría un ratito a aquellos años para, aunque fuese escondido tras un árbol, disfrutar nuevamente de momentos que ya no volverán. Experiencias únicas inimaginables para los críos de hoy. Desde entonces, en mi vida siempre ha habido bedeles, ujieres, ordenanzas, auxiliares de control o PAS —¡¡¡!!!—, pero ninguno como él. Ninguno ha sentido, como tan propia y trascendental, su tarea diaria. Ninguno dejó en mí, como él lo hizo, la idea clara de que cualquier responsabilidad, si se asume con honor, lealtad y prudencia, deja huella en todos aquellos que un día la sienten cerca. Chapó por él. Olé por los que vivimos aquellos tiempos.