Hace ya tiempo que la Plaza de Mangana dejó de ser plaza de recreo para el juego de los niños del Carmen. Cierto es, que también hace tiempo, demasiado, que allí se localizasen los restos de la antigua sinagoga judía e incluso de la iglesia parroquial conversa de Santa María de Gracia o Santa María la Nueva y, ocultados bajos un caparazón de hormigón y cristal, apenas se vislumbra por el vaho de su interior que, allí, hay un rico yacimiento para visualizar nuestro pasado en tiempos de historia escrita. Pero es así, no sé por qué, pero es así.
Por eso, las voces críticas no han visto con buenos ojos que el colorido, intenso y vivaz de esa nueva plaza modernista, con plantas y árboles, entre bancos, reflejos de agua, escaleras en granito y acero córten envolviendo su diseño, pueda ser una variante decorativa de los nuevos espacios turísticos enfocados en el vaivén de las vanguardias arquitectónicas del siglo XXI.
Sin embargo, yo me encuentro bien, porque veo que se ha adecentado un espacio que estaba ensimismado en su historia entre escombros, tierra y desperfectos rocosos y que ahora, te permite pasear, otear el horizonte, escuchar las horas y leer sus cartelas, a pesar de ser algo controvertidas en objetivos y planos.
Cuando allí estoy, me siento en uno de sus bancos. Miro el magnífico monumento a la Constitución de Gustavo Torner. Otra cosa es que la ubicación me guste o no, sea la adecuada o no, pero la escultura es una maravilla de la imaginación y el arte. Giro la cabeza y observo cómo se eleva hacia el cielo esa Torre que el arquitecto Víctor Caballero diseñase en el año 1968 y la pusiese en valor en el 1970 con un potentísimo matacán, sobre la modificada por Fernando Alcántara en 1925 con aquel corte neomudejar en yesos islámicos. Mangana o Mazgana. Máquina o Minarete, da igual.
Es un conjunto increíble, donde el recuerdo al mundo judío se advierte en el aire de su atmósfera, sin olvidar que allí sonaban las horas para el trabajo, las procesiones de la sangre o el reclinar de disparos en carlistada del XIX.
Ahora, la plaza de Mangana es un rincón para saborear el paisaje, escuchar el carrillón de un reloj que se ha hecho viral en búsqueda de musicalidades necesarias que la pandemia obliga, adecuar la mirada hacia el Júcar con San Antón al fondo, el descanso de San Miguel hacia la derecha o el Cerro Socorro, detrás, con la mirada al cielo, mientras un arquitectónico edificio del palacio de los Hurtado, remozado en su exterior y con escudo de los Flórez Osorio te conduce en calle estrecha hacia la musical plaza de la Merced.
Cuenca siente cada rincón como si fueran espacios diferentes, únicos en su historia, y sin embargo, todos confluyen hacia la misma solera, la de su belleza patrimonial cuando de Arte, Música, Patrimonio e Historia se trata.