Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Herodes

12/04/2022

Acabo de pasar por el quiosco. Hoy estaba abierto. En el último año ha cambiado de dueños en tres ocasiones y los nuevos todavía no se han convencido de que un establecimiento de este tipo no puede tener cada día un horario distinto. Pago el periódico a una chica a la que no había visto antes. Por sus reacciones al buscar el suplemento, cobrar o simplemente saludar, parece portadora de hábitos más propios de una empleada de cafetería de un aeropuerto que de quien, entre sus objetivos, está conectar con la clientela del barrio. No le auguro un futuro halagüeño, pero se lo deseo; no hay otro a menos de 500 metros. Mi siguiente meta es buscar un lugar tranquilo donde leer mientras tomo un café. La mañana está soleada y me decido por una terraza al aire libre ubicada a poca distancia. Tras días de intenso frío, seguro que es de agradecer la experiencia combinada de lectura y calorcito en el rostro. Al llegar veo que de las 10 o 12 mesas que hay, solamente una está ocupada por una pareja de jubilados con, aparentemente, un objetivo similar al mío. Elijo la de un extremo y, al sentarme, percibo que, además de ellos, en otra mesa hay una pareja de cuarentañeros imposible de divisar por mí, antes de sentarme en mi silla, por estar metidos en un lugar resguardado. De repente, un sonido estridente, inicialmente difícil de identificar ya que penetra en mis oídos a modo de cruce entre graznido, aullido y chillido, me alerta sobre la presencia de un tercer cliente que tampoco diviso inicialmente. Al berrido inicial, cuya fuente emisora sigo sin identificar, siguen risas escandalosas y reacciones de esas que producen vergüenza ajena, la que siento en ese momento. La escandalera la producen nuestros vecinos, los de mediana edad. Mi mirada se va entonces hacia los pensionistas. Ellos tienen enfrente a nuestros vecinos y sí pueden ver al tercero en discordia, ese que no consigo ver. Puesto que la curiosidad me mata, hago la maniobra oportuna y al moverme consigo divisar, en la silla más relegada, a un niño de 3 o 4 años. Cualquier simpleza o bobada que sale de su boca, y esto lo hace como si fuese una metralleta, es recibida por los que parecen ser sus padres como el día de Año Nuevo inmediatamente después de tomar las uvas. El niño me parece básico, normalito… tirando a corrientucho en todos los aspectos. Y si tengo esas sensaciones es porque en mi vida me he encontrado con muchísimos que sí llaman la atención, sobre todo a extraños, porque hacerlo a propios no es cosa objetiva, precisamente, ni tampoco muestra de especial inteligencia. Tras unos 15 minutos de chorradas e imbecilidades corales, se van. Menos mal. En ese momento los señores mayores entablan conversación al respecto con la camarera, una atenta y diligente señora. Hablan sobre la murga que ha dado el niño y la poca vergüenza, respeto o agudeza emocional de sus padres… de muchos padres de hoy. Sin entablar conversación con ellos, siento que perfectamente verbalizan mis sentimientos al respecto. La experiencia, una vez más, reafirma mi convicción de que si esos perfiles de niños de hoy en día llegan en el futuro a ser adultos con la cabeza bien amueblada — la ciencia ficción cada vez llama más mi atención—, lo primero que deberán hacer es pedir a sus ineptos padres la hoja de reclamaciones por la educación deficitaria y carente de calidad recibida. Herodes se equivocó; con la mina que tenía en los padres, mira qué ensañarse con los pobres críos.