Degradación

Antonio Pérez Henares
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El esperpento vivido en la constitución de la Mesa de las Cortes es la plasmación de la degeneración política que sufre España

El diputado de ERC Jordi Salvador acata la Constitución por la libertad de los ‘presos políticos’ y la llegada de la república. Foto: Emilio Naranjo

El mugroso circo político, aunque sus protagonistas se crean luminarias transgresoras y adalides heroicos, revivido y recrudecido en la constitución de las nuevas Cortes ha sido la plasmación deslumbrante de nuestra degradación política. A ella han contribuido de manera entusiasta toda la pléyade de presuntos adanes redentores que en un verbo, pero no sé cuántas legislaturas fallidas ya en él, han demostrado ser la peor casta, con los más viejunos vicios y la mayor incapacidad conocida excepto para destripar y destruir concordia y convivencia. Un espectáculo penoso que ya no causa ni sorpresa, pero que hunde aún más la dignidad, la autoestima y la esperanza de quienes aún quisieran mantenerlas.
 Contemplarlo produce algo peor que el hastío, porque se llega de inmediato a una conclusión aún más desdichada. Ellos no son sino el reflejo y momento de la sociedad que les ha votado. Ellos no son otra cosa que el espejo de lo que somos y en lo que nos estamos convirtiendo. El Parlamento es nuestra representación máxima, donde reside nuestra soberanía y lo que allí se escenifica es la imagen común y global de España y los españoles. Y lo primero constatable es la absoluta falta de respeto a todo lo que ello significa y, en el fondo, a todos nosotros.
 La retahíla de improperios, consentida por la sumisa y solapada empatía de la presidenta socialista del Congreso en el acatamiento de la Constitución que permite y ampara allí su presencia, dista mucho de toda legalidad por mucho que se pretenda convertir el dogma mediático en lo contrario. Lo que el Tribunal Constitucional, presidido por Francisco Tomás y Valiente, a quien luego asesinó ETA, consideró valido a tres diputados batasunos es que prometieran «por imperativo legal». Sin más. Pero se olvida a sabiendas que lo hizo añadiendo en su sentencia que la fórmula «no podrá condicionar ni limitar el acatamiento de la Constitución». Algo que se violó hasta la saciedad el pasado martes. Pero que más da, si es el Gobierno en funciones y el partido que lo sustenta quien pretende la investidura con los votos o la abstinente complacencia de quienes precisamente tienen como misión destripar de la Carta Magna y eviscerar España.
 Los políticos, sus comportamientos y acciones no son otra cosa que el resultado de quienes les votan. Están hechos a su imagen y semejanza. Y nosotros, esa sociedad, en buena media, también a imagen y semejanza de lo que, en un grado hasta aquí nunca alcanzado, se nos hace deglutir a cada instante y sin descanso. Ya no vale aquello del lavado del cerebro. Ahora se está más bien en el otro extremo, pero con el mismo resultado. Se nos hincha de basura. Somos, amén de la educación en casos convertida en adoctrinamiento, producto de la descarga masiva de detritus y mentiras, llamadas de mil emboscadas maneras, que se vierten incesantemente a nuestra mente. En sesiones de mañana, tarde y noche, por tierra, mar y aire nos atiborran de carroña y mamarrachos. El guisote se consume con fruición, como manjar exquisito, sus protagonistas son convertidos en referentes sociales y modelos a imitar, hasta que la calle acaba siendo escaparte y fábrica para seguirlo produciendo a mansalva.
Pero hay más todavía. Lo que se venía en llamar antes medios de información y comunicación y que ahora están masivamente de vuelta al totalitario Agitprop, mecanismo esencial de nazis y estalinistas, rellena en la mayoría de los casos, lo que deja libre el anterior consumo.
 En un tiempo que parece lejano, era el periodismo, o al menos lo pretendía teóricamente como meta, quien debía contarnos con el máximo rigor y asepsia posible y en primer lugar, los hechos. Después, y solo después, de exponerlos y ponerlos en valor había que añadir las siempre contrapuestas visiones de quienes estaban por ellos concernidos, de un lado y de otro, pues es evidente que de una parte y otra se intentarían distorsionar interesadamente. Se añadía a ello, entonces, la opinión del periodista y del medio que, lógicamente, también tiene, y ha de saberse, su tendencia. Información, declaraciones y opinión eran, y vuelvo a decir era, el periodismo. Hoy, en tantos casos y de ello el palabro, el Agitprop, la información es agitación y la opinión, mera propaganda. El hecho queda reducido a una percha de la que colgar el declarativo, con el sesgo volcado por abrumadora de voceros y reiteración continua de consignas que se colocan por delante y sepultan al primero. El resultante del bombardeo no puede ser otro que el derrumbe de la verdad reducida a escombros.
 Se señala mucho a los políticos, pero poco a los medios de comunicación masivos quienes no solo comparten responsabilidades en la acelerada degradación que sufrimos, sino que cada vez son ellos quienes los apadrinan y más que instrumentos suyos son ellos, amén de cómplices necesarios, quienes los instrumentalizan tras habernos pastoreado como ganado a todos nosotros. Pongamos como ejemplo algo que estamos viviendo y consumiendo a mansalva estos días. La salud de nuestro planeta es muy preocupante. El crecimiento desbocado y los hábitos de la población humana han creado un gravísimo problema de contaminación que supone una letal amenaza. Negarlo es tan estúpido como pretender la absoluta inalterabilidad climática. El clima siempre ha sido cambio. A épocas muy calurosas han sucedido congeladoras glaciaciones y hasta en los períodos interglaciares como el que ahora vivimos ha habido momentos mas cálidos, la Edad Media lo fue, por ejemplo, aunque se piense lo contrario (se desheló Groenlandia, de ahí su nombre y había mediterráneos viñedos hasta en Londres) y otros más fríos, la Pequeña Edad de Hielo que pasmó a Europa en el siglo XVII. Pero ese no es el asunto, o no debiera serlo, sino que este cambio lo estamos provocando y acelerando artificialmente nosotros y nos puede acarrear una inmensa catástrofe. Porque puede hacerlo y eso es compartido por la mayoría de los científicos. Tenemos, pues, un problema planetario y nuestra especie es responsable. De acuerdo.
 Pero convertir en oráculo universal a una niña enrabietada y colocarla como referente y profeta no hace sino degradar el necesario mensaje que ha de ser compartido y consensuado por el mayor número de gentes y los mayores poderes posibles. Que la adolescente nacida y mantenida en la opulencia, hasta en sus viajes en catamarán o con príncipes monegascos, grite desde su confort que le han «robado la infancia», cuando cientos de millones de niños en el mundo subdesarrollado, pasan hambre y muchos mueren de ella y de miseria es de una obscenidad repulsiva y mentirosa. 
Acusar a las generaciones anteriores, protagonistas del esfuerzo y la solidaridad de haber conseguido el «Estado del Bienestar», de «haberles fallado y traicionado» es para mandarla a donde no hace tanto en el mundo occidental estaban muchos niños. Aquellos niños sumidos en la explotación del XIX y también del XX cuyas imágenes terribles no ha debido ver nunca y debe suponer desparecidas, pero que, sin embargo, son lo más común en muchas partes del mundo. Sus gritos histéricos son un insulto para ellos. 
Pero no es menos patético el contemplar a una comunidad científica, a todo un escenario planetario, sometido y genuflexo ante ese esperpento, porque es un esperpento como lo ha sido el del Congreso, aunque sea declarado, de nuevo por obra y gracia de nuevo por los medios de comunicación, el modelo a imitar y doctrina universal de obligado y totalitario cumplimiento ante la que poner un solo pero, supone ser considerado una abominación y arrojado a las tinieblas exteriores. Pues de cabeza voy pero, por ello, aunque seamos tres, no paso.

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