El hilo que une la vida

Leo Cortijo
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'La Tribuna' profundiza en la historia de las dos caras de una misma moneda: María Ángeles, a la que le trasplantaron dos pulmones, y Adela, entusiasta donante desde los 18 años

María Ángeles García, trasplantada - Foto: Reyes Martínez

La vida todavía no les ha unido en el sentido más estricto y literal del verbo, pero entre Adela y María Ángeles, sin embargo, hay una especie de hilo que les conecta de forma figurada. La primera, es donante de órganos y cuerpo desde los 18 años, y la segunda volvió a nacer en enero de 2017 tras un trasplante bipulmonar. Adela y María Ángeles son solo dos muestras del vínculo anónimo y de la relación desconocida que se produce entre el que entrega a cambio de nada y el que recibe agradecido. Adela y María Ángeles son ejemplo de vida.

 

María Ángeles García, trasplantada. En el DNI de María Ángeles figura como fecha de nacimiento el 1 de marzo de 1966. Sin embargo, nació una segunda vez el 30 de enero de 2017. Ese día le trasplantaron los dos pulmones y comenzó a andar un nuevo camino. Los últimos años hasta ese día fueron un calvario, «era como estar muerta en vida». Un complejo enfisema pulmonar la tenía atrapada en una espiral de la que llegó a pensar que jamás saldría. «Mi vida no era vida», comenta emocionada. «Era de la cama al sofá y del sofá a la cama; tenían que ayudarme a hacer todo, desde vestirme hasta ducharme», y es que se ahogaba por insignificante que fuera el esfuerzo. Desembocó en un punto crítico. Apenas podía hablar ni tampoco ingerir ningún alimento. Llegó a pesar 39 kilos.

Adela Casas, donante Adela Casas, donante - Foto: Reyes Martínez

Para no «quedarse en el camino», tras las pruebas oportunas y comprobar que era apta para recibir órganos, en marzo de 2014 entró en la lista de trasplantes. «Mi grupo sanguíneo era el que más lista de espera tenía, me dijeron que entre seis meses y un año y medio». Al final tuvo que esperar tres años. La situación era dramática. De vida o muerte. De hecho, «cuando me trasladaban en la ambulancia los médicos pensaban que no llegaba».

María Ángeles tuvo muy mala suerte. Un año antes, un junio de 2016, recibió una llamada que creía que podía cambiar su vida. «Hay unos pulmones para ti». Esa frase, tan esperada y esperanzadora, le hizo ilusionarse, pero tras las pruebas iniciales no resultaron válidos para ella. «Otra vez para casa y otra vez a empezar de cero». Con ese pesimismo y esa desazón recuerda cómo vivió aquellos días: «Ese tiempo de espera fue muy malo, pensé que no iba a llegar el día en el que me volverían a llamar». Mientras tanto, en casa, aguantó estoica siempre que pudo todo lo que sentía por dentro. «A mi familia no le decía nada, me hacía la fuerte delante de mi marido y mis hijos, pero yo sabía que así no podía seguir viviendo». Es más, añade, «llegué a pensar que para estar así, mejor morir».

Pero el teléfono volvió a sonar. «Mi marido me dijo llorando que nos habían llamado, pero apenas reaccioné», destaca. En ese momento, «yo ya no vivía, estaba como en otro mundo... No me enteraba de lo que pasaba a mi alrededor». Con la fuerza bajo mínimos, llegó al Hospital La Fe de Valencia. «No pensé en nada, únicamente pedí interiormente cuando me llevaban de camino al quirófano que lo que iban a hacer fuera para darme la vida o para quedarme allí en la mesa». María Ángeles entendió el primer día de su segunda vida como un camino de no retorno. Sus recuerdos y vivencias estremecen: «No sentía nada, estaba tan mal que no me daba pena morirme; no pensaba en nada ni en nadie».

Despertó en la UCI «cubierta de cables y rodeada de máquinas» para vivir unos primeros días «muy duros» con sus nuevos pulmones. Básicamente, María Ángeles tuvo que aprender a respirar. Hubo momentos «de bajón», en los que pensaba que no había merecido la pena, pero tras despojarse de aparatajes y ya en planta «di un pasito más hacia adelante». Con todo, todavía no podía valerse por sí misma ni siquiera para andar. Una de las inyecciones de moral más importantes durante aquellos eternos 46 días de ingreso fue cuando comenzó con la rehabilitación en el gimnasio. «Me hizo una ilusión tremenda, estando sentada, poder levantarme yo sola», dice con una sonrisa en la cara.

Nada más llegar a casa luchó con una dicotomía de sentimientos. Por un lado, estaba «muy contenta» por ver que ya estaba rodeada de todos los suyos y en su entorno. Por otro, fue duro asumir que todavía no podía hacer una vida totalmente normal. Pero algo había cambiado. Y no poco. «Por lo menos respiraba», dice, «y fíjate que tontería: el primer día que pude ducharme sola rompí a llorar».

A lo largo de este tortuoso camino, María Ángeles no estuvo sola en ningún momento. Tuvo un pilar fundamental, su familia. Su marido, Adelio, «siempre ha estado ahí en el día a día», como sus hijos Celia y Diego. Con éste, especialmente, se le ilumina la cara: «Ha sido el más grande de mi casa, porque se hizo cargo de todo, hasta de la economía familiar... Él tiraba siempre para adelante con una sonrisa y yo luchaba por ellos», explica.

Hoy, dos años y nueve meses después de volver a nacer, María Ángeles ve la vida de una manera totalmente distinta. Es cierto que tiene que convivir con unos pesados compañeros de viaje, como son los efectos secundarios y la toma de una medicación constante. Pero con todo, le compensa. «¡Vaya que si me compensa!». «Ahora valoro la vida mucho más que antes; solo abrir los ojos y ver el sol cada día es un mundo para mí», destaca. En esta «segunda oportunidad», María Ángeles vive cada día como si fuera el último y sin pensar lo que puede sobrevenir mañana, «porque no sé si tendré o no un rechazo».

Carpe Diem. Esa es la mejor filosofía de vida. María Ángeles vivirá para ayudar y dar ánimos a otros que, como ella hace no tanto tiempo, ahora engrosan las listas de espera. Vivirá para concienciar y para persuadir a través de su historia a aquellos que todavía albergan dudas o no tienen claro si deben ser o no donantes de órganos. Vivirá para aprovechar «al máximo» cada segundo que comparta con sus amigos y familiares, y especialmente con Adelio, Diego y Celia. Y vivirá «eternamente agradecida» a aquel chico o aquella chica de 24 años –es el único dato que pudo conocer– que le ofreció lo más preciado que cualquier ser humano puede tener: la propia vida.

«Cada día que pasa es un regalo para mí; y todos y cada uno de esos días me acuerdo del donante y de su familia», concluye María Ángeles. Su vida. O, mejor dicho, la segunda de sus dos vidas, es un auténtico ejemplo de pura humanidad.

Adela Casas, donante. Adela lo tenía «muy claro» desde bien temprano. Incluso antes de cumplir los 18 años. Sin embargo, esperó hasta alcanzar la mayoría de edad para ser legalmente autónoma para tomar una decisión que ha marcado y marcará su vida: ser donante multiorgánica y de cuerpo. «No era una decisión del todo fácil de tomar, pero personalmente la he abanderado siempre», apunta orgullosa. En la Cuenca de hace casi 40 años, comunicar a tus seres más queridos tu intención de donar todos tus órganos en caso de fallecer no tenía la misma percepción que ahora. Ni mucho menos.

Eso a Adela no le importó. No le generaba ningún tipo de debate moral ni había una causa fundamental que motivara este paso al frente. Ella lo hacía simple y llanamente por «pura lógica». «Recuerdo que mi madre se echaba las manos a la cabeza, pero yo quería que fuera cuanto antes», destaca convencida. Por eso, ni corta ni perezosa, nada más cumplir los 18 –por entonces las competencias sanitarias no las tenían asumidas las comunidades autónomas– viajó a propósito a Madrid para hacerse donante. «Lo tenía muy claro», apunta en repetidas ocasiones con la seguridad de que «podía ayudar a alguien con uno de mis riñones, mi pulmón o, incluso, mi corazón». Al igual, añade, «que a mí me podrían ayudar si lo necesitaba en un momento dado».

Todo su entorno, y especialmente sus hijos, conocen su voluntad y por eso «saben lo que tienen que hacer cuando llegue el momento». Ese debe ser el camino normal de la vida. Sin embargo, ella también tiene claro que si a cualquiera de sus dos hijos les pasase algo «no iba a dudar ni un solo segundo en donar todo lo que pudiese de ellos». Eso es algo que «no me daría qué pensar». Es más, finaliza en este sentido, «creo que todos teníamos que estar así de mentalizados».

Esta entusiasta y valiente donante también tiene muy claro cuál es la mejor manera de concienciar al respecto: «Ponerse en el lugar de la otra persona, del que está esperando un órgano y ve cómo se le está acabando el tiempo...». Adela sostiene acertadamente que basta con eso. Con pensar que «tú te puedes ver en esa situación y que gracias a una persona que había donado puedes seguir vivo... ¿No es esa razón suficiente para donar?».