Un increíble lugar nazareno

Leo Cortijo
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La excepcional sede de Nuestra Señora de la Amargura y San Juan Apóstol es un caso único dentro de la Semana Santa de Cuenca por la cantidad de arte, cultura, historia y detalles que atesora dentro de su singular estructura

Un increíble lugar nazareno

Cuenca es, por encima de muchas cosas, semanasantera. Y eso se deja notar en mil y un rincones. Muy especialmente dentro del Casco Antiguo, ese que se tiñe de un maravilloso morado y negro en cada esquina, como si el vestirse para procesionar fuese con él. En este escenario casi mágico, les proponemos un viaje a un increíble lugar nazareno. Está ubicado en el primero de la Calle de la Esperanza, junto a la iglesia de El Salvador. Es la sede de Nuestra Señora de la Amargura y San Juan Apóstol. Un lugar único, singular, excepcional, extraordinario... Cualquier calificativo en positivo se le queda pequeño en vista al amor, al cariño y al trabajo que la hermandad del Miércoles Santo ha puesto en esta, su casa, desde que la abriera en el año 2003.

Hasta la estructura es particular. Un laberinto de pasillos y habitaciones de suelos levantados y techos rebajados. El edificio era una ruina y al arquitecto, Carlos Ochandio, no le quedó otra que llevar a cabo una obra faraónica para que la casa, literalmente, «no se hundiera», apunta Pedro Paños, depositario de la cofradía.

Terminada la obra, viendo todo el espacio que había, este entusiasta nazareno recuerda que se preguntó: «¿Cuándo vamos a llenar todo esto?... Va a ser imposible». Pues bien, 16 años después, «ya se nos queda pequeño». El hall, nada más entrar, ya da buena cuenta de ello. Una detalladísima maqueta a escala del paso da la bienvenida junto al escudo antiguo, el que lucía el guión del año 1942, o junto a un cartel de la hermandad que servía para identificar su espacio en el local de la Junta de Cofradías allá por 1955. Mención aparte merecen los premios que les han otorgado, numerosos, así como la estatua ecuestre de un Guardia Civil que sirve de testigo del hermanamiento entre la Benemérita –hermana mayor honorífica– y la Amargura.

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La siguiente dependencia es una habitación en la que se guardan, milimétricamente ordenados, enseres y utensilios necesarios para la procesión, así como gran parte del ajuar de la Virgen. Además de numerosos armarios, la sala la presiden dos vitrinas, una con el guión de la hermandad, recién restaurado; y otra con dos maniquíes ataviados con el vestido de la Virgen y la túnica de San Juan, las gualdrapas antiguas y las actuales, así como el cetro de hermanamiento con la hermandad de las Angustias, elaborado en ébano y plata. «Aquí tenemos una parte de todo, el resto, lo más valioso, lo tenemos en una caja fuerte en el banco», apostilla Pedro, que también añade que «el manto grande de la Virgen y la capa de procesionar de San Juan lo tienen custodiado todo el año las monjas de la Puerta de Valencia».

Detalle a detalle. Seguimos el recorrido, y por las cristaleras de las ventanas, «como aquí no damos puntada sin hilo», se cuelan los rayos de sol que dibujan en el suelo los escudos de la cofradía que las adornan. En el pasillo que conecta con la sala de juntas lucen algunos de los coleccionables semanasanteros que La Tribuna editaba hace unos años. «No falta ni uno, los hemos hecho todos», apunta orgulloso nuestro lector.

En la visita, guiada a la perfección, nos acompaña Víctor, el nieto de Pedro, que mientras su abuelo se afana en explicarnos el sinfín de detalles que alberga esta sala, mira entusiasmado un álbum con fotografías antiguas de la hermandad en la inmensa y robusta mesa que ocupa el espacio. Las paredes hablan por sí solas. Tardaríamos una mañana en contemplar todos los detalles que las adornan. Desde carnés, citaciones y programas de principios del siglo pasado, hasta una colección de todos los detalles que la cofradía ha regalado a sus hermanos durante estos años. Y hay de todo: llaveros, imanes, broches, mecheros, puros, navajas multiusos, tortas de alajú, pañuelos, bolígrafos, pastillas de jabón...

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De esta habitación nos llaman poderosamente la atención varios detalles. En primer lugar, la papeleta de una rifa de 1952 en la que se sorteaban «dos mulas catalanas» con el fin de recaudar fondos en los años de mayor carestía. En segundo lugar, la plata sobrante –debidamente enmarcada– de cuando se hicieron las coronas en 1996 y las andas en 2000 –«unas andas que estrenó, por cierto, las Angustias del Santuario en la procesión del mileno», recalca Pedro–. En tercer lugar, una maravillosa vidriera de cristal emplomado que había en una falsa ventana en la Capilla de Caballeros de El Salvador, y que se trajo para que no quedara en el olvido una vez que se colocó el retablo, puesto que éste la tapaba. Y, finalmente, el crespón negro que la hermandad lució en su guión en la procesión del año 2004 en señal de luto por los atentados del 11-M.

Anexa a la salta de juntas se encuentra la oficina, «con todo muy bien ordenado», así como una sala que Pedro llama de «avituallamiento», donde se prepara el resoli, los dulces y el chocolate que ofrecen a aquellos que visitan la sede mientras abre al público –todos los martes del año, de siete de la tarde a nueve de la noche–, así como cuando montan su belén y este mágico espacio se convierte en un hervidero de gente.

Un rincón que personalmente me conmueve es el pasillo que conecta el hall con la sala principal o de exposiciones. Ese pasillo, al que Pedro todavía no le encuentra nombre, bien podría llamarse ‘el de los pregoneros’, pues una de las paredes la adornan todos los pregones, manuscritos o mecanografiados, dedicados en exclusiva por aquellos hermanos de la Amargura que han tenido el honor de pregonar la Semana Santa de Cuenca. En sus respectivas vitrinas se encuentran los textos de José Luis Lucas Aledón, que en 1980 fue el primero, y también el más reciente, el de José Vicente Ávila en 2017. Entre ambos, los de Paloma Gómez Borrero, Miguel Romero, Manuel Calzada, Javier Caruda, Rafael Pérez, Alejandro de la Cruz y José Miguel Carretero, entre algunos otros.

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Arte para la Amargura. Bajo los pregones se encuentran tres de las cuatro imponentes cartelas de madera que llevaba el paso antes de utilizar la plata. Y en la pared de enfrente, poemas de hermanos y marchas e himnos dedicados a la cofradía, como Camino de lágrimas, que compusieron Sergio Mateo y Óscar Contreras con motivo del centenario. También hay poemas dibujados al óleo por hermanos, así como un fragmento de En España con Federico García Lorca, de Carlos Morla, con una pieza del gran poeta granadino, que quedó maravillado tras los pasos de la Virgen de la Amargura.

Este pasillo conecta con la sala principal, que es, entre otras cosas, una improvisada pinacoteca, con obra monográfica de la Amargura firmada por un buen ramillete de los mejores artistas conqueneses. Desde Carlos Codes hasta Emilio Morales, pasando por Pablo Tapia, Aurelio Cabañas, Óscar Pinar, Mateo, Alberto Malo, Miguel Ángel Mosset, Viana, Leonor Culebras o Maribel Castellanos, entre otros. Unas obras con las que, además, la hermandad adorna los décimos de lotería que cada año distribuye entre sus hermanos. 

Esta colección de arte también cuenta con un autorretrato del célebre Emilio Saiz, nombrado hermano mayor honorífico en 1977, así como con esculturas de otros dos artistas notables como Pedro Romero Sequí y Tomás Bux. Por otra parte, además de en un nazareno ataviado con la antigua túnica de cola, la vista también se dirige al grupo de luces que lucían las andas a mediados del siglo pasado, así como en unos faroles, de finales del siglo XIX, que ya no procesionan por su excesivo peso.

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Pedro se detiene especialmente en una de las joyas de la corona de la sede, nunca mejor dicho. Él lo llama «el rincón real», porque está dedicado a la Casa Real, y es que desde 2013 –«y después de muchísimos años de trabajo»– la hermandad ostenta ese título, «que es la máxima distinción que otorga la corona y que no recibe cualquiera», destaca Pedro. Entre retratos y felicitaciones recíprocas, destaca una fotografía de la indumentaria al completo que la cofradía envío a la Casa Real para la infanta Leonor cuando ésta nació, «para que si quiere pueda desfilar con nosotros».

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Así concluye la visita a un increíble lugar nazareno. Construido, «poquito a poquito», desde el amor a una hermandad. Un sentimiento que se respira al recorrer esta increíble sede de arriba abajo. Dejamos al grandísimo Pedro –un diez como nazareno, mucho más como persona– con su nieto Víctor, al que guía por el mejor de los caminos. El joven está llamado a tomar su testigo para que esta hermandad siga siendo punta de lanza de la Pasión que mueve Cuenca.