La voz del alma

Leo Cortijo
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Javier Caruda, una eminencia con el fagot, ultima sus estudios en el Conservatorio Superior de Música de Madrid con la mira puesta en «seguir creciendo» a nivel profesional fuera de España.

La voz del alma - Foto: Reyes Martínez

La música marca su ritmo vital desde que puede recordar. Apenas sabía andar cuando en sus manos pusieron su primer instrumento, un violín... «y no he podido parar desde entonces», reconoce Javier. De casta le viene al galgo. Su árbol genealógico está repleto de ilustres nombres –profesionales y amateur– relacionados con esta disciplina artística. Lo sintió hasta en el vientre de su madre, que cantaba en un coro junto a su padre. «Con esos estímulos», reconoce con una sonrisa de oreja a oreja, «todo ha sido mucho más sencillo».

El camino lo inició con el propio violín, aunque no tardó en darse cuenta de que la cuerda no era lo suyo. Se pasó a la flauta travesera, pero en las pruebas de acceso al conservatorio se coparon todas las plazas y ahí tuvo que dar un nuevo giro al timón. Casi por impulso, decidió emprender aventura con el fagot. «Me salió del corazón», reconoce. Y como casi todas las cosas que se ‘piensan’ con este órgano, salió bien.

Desde los ocho años no ha parado de profundizar en este instrumento, «enamorado» de las muchas posibilidades que le ofrece. Le fascina «cómo puede jugar con él», cosa que con otros instrumentos no es posible. «El fagot puede ser la voz del alma», sentencia de forma categórica para añadir a continuación que «te hace tener una conexión especial con el compositor». Javier lo siente y lo vive con pasión. Escucharle hablar de ello encandila: «Vivo la música muy intensamente, en el escenario soy una polvorilla, no puedo parar y necesito tocar con fuego dentro de mí». Como declaración de intenciones es espectacular. Así, sí.

Al final, todo se acaba reduciendo a que este fagotista es «feliz» haciendo lo que hace. Por eso, en su momento, no le importó hacer las maletas y trasladarse a la capital del reino para continuar sus estudios en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid. Allí terminará el año que viene, pero ya está pensando en lo que vendrá después, en forma de máster y cursos de perfeccionamiento. «Éste es un modo de vida en el que nunca terminas de estudiar», argumenta, y es que «empecé con tres años, tengo 21 y aún me faltan otros cinco o seis de estudios profesionales». Nadie le dijo que fuera fácil, pero él está dispuesto a dar todos los pasos que hagan falta. De determinación y decisión va sobrado. Y eso es bueno.

De hecho, para seguir avanzando, tendrá que darle una vuelta más a la tuerca y abandonar España. Aquí, tristemente, la música clásica no pasa por sus mejores horas. «Hay muy pocas plazas en las orquestas y muy pocas oportunidades, además cada vez hay menos ayudas y así es muy difícil desarrollar una actividad profesional», subraya. Así las cosas, deshoja la margarita para ver cuál será su destino final. Florencia y Basilea, en principio, le esperan. Eso será, advierte, «si me cogen en las pruebas porque no entras con una inscripción al uso, sino con exámenes de admisión y compitiendo con personas de todo el mundo». El nivel será «muy alto» y la plaza «se paga a oro», pero Javier es único y especial.

Luchará por conseguirlo con uñas y dientes, como ha hecho toda su vida. Algo que le ha llevado a tocar, por ejemplo, en Italia o Inglaterra, entre otros puntos. «Lo difícil se hace y lo imposible se intenta», dice. Lo dicho: es único.