Una guerra interminable

M.R.Y. (SPC)
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La revuelta iniciada en Siria en marzo de 2011 contra la corrupción, la falta de libertad y la represión del Gobierno de Bachar al Asad derivó en un conflicto armado que, 10 años después, se ha recrudecido por la entrada de las potencias extranjera

Una guerra interminable - Foto: SEDAT SUNA

Comenzó como un levantamiento pacífico contra el presidente, Bachar al Asad, tal vez contagiado por las revueltas emprendidas meses antes en países cercanos como Egipto o Túnez, que con sus protestas consiguieron deponer a los entonces Gobiernos autoritarios de Hosni Mubarak y Zine El Abidine Ben Ali. Pero acabó derivando en una guerra que cumple ya una década y que aún parece lejos de llegar a su fin.

El ambiente era tenso desde hacía tiempo. Años antes de que todo empezara, muchos sirios ya se quejaban de una alta tasa de paro, corrupción en las instituciones, falta de libertad política y represión del Ejecutivo de Al Asad. Hasta que en marzo de 2011, seguramente influidos por la Primavera Árabe, miles de ciudadanos comenzaron a salir a las calles para exigir la salida del poder del mandatario. A las protestas les sucedió una violenta represalia de las Fuerzas de Seguridad y, en una cadena de respuestas, el 15 de marzo -fecha en la que se fija el inicio del conflicto-, millones de personas se manifestaron por todo el país y el Ejército respondió con contundencia, dejando varios muertos por disparos con fuego real.

Fue el inicio de una tensión que se extendió rápidamente, puesto que ya para julio muchos opositores habían decidido armarse, primero para defenderse y después para comenzar a expulsar a los agentes del Orden de sus regiones, mientras Al Asad prometía «aplastar» a lo que denominó «terrorismo apoyado por el exterior».

Cientos de brigadas rebeldes se formaron para combatir a las milicias leales al Gobierno y lograr el control de ciudades, y en apenas un año, la revuelta armada llegó a Damasco y Alepo, poniendo ya el foco en el exterior, con las potencias divididas en su apoyo a las distintas partes del conflicto -con Rusia e Irán encabezando el frente a favor de Damasco y EEUU y Arabia Saudí respaldando a los rebeldes-.

El paso definitivo llegó poco después, cuando todo se endureció al adquirir características sectarias, enfrentando a la mayoría sunita del país contra los chiitas alauitas, la rama musulmana a la que pertenece Al Asad. Una radicalización que llevó al autodenominado Estado Islámico (EI) a entrar en batalla, inicialmente secundando a los rebeldes, pero posteriormente abriendo una guerra dentro de la propia guerra al combatir tanto contra la oposición moderada como contra las fuerzas gubernamentales.

Trágico balance

En esta década, más de 400.000 personas han fallecido, según el Observatorio sirio de Derechos Humanos, de los que 117.000 son víctimas civiles, en su mayoría a manos del régimen de Al Asad.

Además, casi la mitad de la población de antes de la guerra -uno 22 millones de personas- se ha visto obligada a abandonar sus hogares y menos de la mitad ha podido volver. De hecho, la contienda ha habierto una crisis migratoria sin precedentes, con más de seis millones de desplazados a otros países cercanos y casi un millón intentando buscar una nueva oportunidad en Europa bajo el estatus de refugiado.

Prácticamente cada sirio ha sido víctima de alguna manera de las prácticas de desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias a lo largo de estos 10 años, según una comisión de la ONU creada para investigar los crímenes cometidos en este conflicto, en el que, además, se han empleado armas químicas por parte del régimen y los ataques internacionales han provocado miles de muertes.

Y es que es, precisamente, esa intervención extranjera la que parece haber contribuido a que esta guerra aún no tenga fin, con financiación a ambas partes que intensificaron un conflicto del que, aseguran, solo existe una solución política. Pero esta tampoco llega. Y, mientras, la herida en Siria parece lejos de cicatrizar.