Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Don Felipe

11/01/2022

En aquellos tiempos éramos muy pocos los que, en mi tierra, estudiábamos música. Antes no había contado la ciudad con conservatorio y a los que nos había dado por ella no nos había quedado otro remedio que ir regularmente a Madrid o a Valencia. Cuando por fin se creó el conservatorio, éramos poquísimos los que estábamos en cursos medianamente altos y yo era, posiblemente, el que se encontraba en la punta de ese iceberg que poco a poco fue transformando en una abundante charca de agua. Así, las ofertas de trabajo siempre nos llegaban a los mismos y eso era, en cierta medida, un lujo que raramente yo despreciaba. Clases particulares, tocar en bodas o funerales, conciertos… De todo surgía. Cierto es que todo eso se podía hacer, entre otras cosas, sacando horas de donde no había. Requería su tiempo compaginar las clases de música con las del instituto, estudiar … y respetar el tiempo ocio al que yo no pensaba renunciar. Además, era imprescindible abusar de la paciencia de los vecinos. Mi habitación, en la que tenía mi piano, daba, pared con pared, con la casa de, doña Lidia, la vecina de al lado Además, tenía debajo a don Felipe y encima a doña Feli. Las dos señoras no se quejaban a pesar de que, durante unas cuantas horas al día, mi piano no paraba de sonar. Y no solo influía el hecho de que ellas fuesen tolerantes y viviesen solas; sin duda, estar ambas sordas también jugaba a mi favor. Sin embargo, don Felipe, un sacerdote y viejo conocido de la familia, ya no llevaba esta penitencia con tanta alegría. No fueron pocas las veces que me hizo saber que no me vendría mal un poquito de mesura en las piezas que tocaba, así como el uso continuado de la sordina. Pobre hombre; la paciencia que acreditó en vida acompañada siempre de la sonrisa que me dispensaba cuando me lo encontraba en el portal. Pero un día me llegó una propuesta de trabajo singular. Una madre, convencida de que su hija era la Concha Piquer de los comienzos de la década de los años 80 del siglo XX, me propuso acompañar semanalmente a su hija. A la chica, 2 o 3 años más joven que yo, le apasionaba la copla y, recién trasladadas a vivir a mi ciudad, no deseaba perder la práctica adquirida tiempo atrás. Inmediatamente le dije que sí y, a los pocos días, me dio las partituras. De esta manera, Ojos verdes, A la lima y al limón, A tu vera,… se codearon en el atril de mi piano con partituras de Chopin, Mozart o Bach. Y llegó el primer día. Yo pensaba que la cosa sería un mero trámite para que la chica no perdiese el hábito. Me puse a tocar, se colocó a mi lado, puso las manos en su cintura, empezó a girarse acompasadamente siguiendo la música que salía del piano y, cuando escuché el tremendo chorro de voz que salía de su cuerpo menudo, me quedé aterrado. Inmediatamente pensé en don Felipe y en como recibiría el Tatuaje de Quiroga, la primera partitura que interpretamos. Bastó una sesión más para que yo le dijese a la chica que no seguiría acompañándole buscándome no sé qué excusa. Estaba literalmente asustado. Y así fue como acabó, antes casi de comenzar, mi idilio con la copla dando por finiquitado un bolo, el único al que en aquellos tiempos dije que no. El terror se apoderó de mí. Don Felipe se merece subir a los altares solamente por lo que le hice pasar

ARCHIVADO EN: Valencia, Madrid, Mozart, Siglo XX