Más que diablos en Almonacid del Marquesado

José Luis Muñoz
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Más que diablos en Almonacid del Marquesado

Esta Plaza Mayor, que aquí vemos solitaria y silenciosa, proclama desde su centro la que es la imagen de identidad de Almonacid del Marquesado, la figura escultórica que simboliza a un diablo danzante que cada año, a primeros de febrero y durante tres días de ritual cabalístico, trae a este tranquilo lugar ruido y alboroto y hace que el nombre de la villa sea conocido en medio mundo (o más de medio) solo por este hecho. Es cierto que como ocurre en otros lugares y no sólo de España, sino de cualquier punto del mundo, festejos singulares como éste tienen una impronta específica que da carácter, como si no existiera nada más y eso es en buena medida lo que sucede también aquí. La escueta mención de Almonacid del Marquesado trae de inmediato a la mente la imagen de los Diablos y esa es una composición imaginativa imposible de borrar. Pero, como se puede imaginar, en esta villa manchega y fuera de esas fechas significativas, se pueden encontrar más cosas, quizá no muchas más, porque aquí el patrimonio edificado se reduce a muy pocos elementos, pero algo se puede ver en el paseo por estas calles y plazas de las que ha desaparecido prácticamente cualquier referencia antigua, salvo una muy concreta que luego mencionaré y, por supuesto, la iglesia.

Como se puede deducir, el término Almonacid tiene un claro origen árabe, lo que significa que ya existía en aquellos remotos tiempos de la implantación islámica en nuestra provincia. Otra cosa muy diferente es que se pueda interpretar con precisión por qué se le impuso este nombre, que literalmente se traduce como "el monasterio" sin que por aquí haya el menor indicio de que existiera tal establecimiento, lo que abre el camino a otras versiones, como plaza, lugar de reunión, casa de campo o similares, lo cual evidentemente no ayuda a establecer un criterio claro. Para consuelo nuestro diré que la misma duda la tienen los otros Almonacid que hay en España, todos ellos en el interior del país (Toledo, Guadalajara y Zaragoza). Por si acaso, en el escudo de la villa no hay la menor alusión a tal presunto monasterio pero sí figura la Cruz de Santiago, otro hecho no menos sorprendente porque los santiaguistas, es verdad, señorearon toda esta comarca, pero casualmente este pueblo no, aunque es cierto que el famoso apóstol es el titular de la parroquia, pero el pueblo sí formó parte, como proclama la segunda parte de su título, del marquesado de Villena, ese poderosísimo señorío que desde su fortaleza en Belmonte controló con firmeza un extenso territorio, hasta que llegaron los Reyes Católicos y pusieron las cosas en orden, o sea, disciplinando al marqués de turno.

Almonacid es lugar de poblamiento muy antiguo, como demuestran los variados restos que se han encontrado en su término y que se remontan hasta épocas prehistóricas. Parece lógico suponer que, en época romana, el pueblo tuvo que sentir la influencia de la vecina ciudad de Segóbriga, situada únicamente a unos 8 kilómetros. Por aquí pasaba la calzada romana de Cartago Nova a Complutum, como señalaba un miliario encontrado en las inmediaciones. A ese dato antiguo hay que añadir la aparición de una necrópolis romana próxima y una construcción sencilla pero muy importante, el arca romana, elaborada en piedra, en forma piramidal, que protege el nacimiento de un manantial que se conduce canalizado hasta la fuente de los Tres Caños, situada en la población y que durante mucho tiempo fue el único sistema de abastecimiento del lugar.

Eso fue en lo antiguo; después, a medida que fueron pasando los siglos, la existencia de Almonacid del Marquesado discurre en una discreta monotonía anónima, porque nada especial ocurre en ella, salvo los habituales incidentes que son comunes a todos los pueblos en casos de guerras, epidemias o catástrofes, como una tremenda tormenta de granizo que ocurrió en 1805, que destruyó por completo la cosecha, desgracia a la que siguió una epidemia de malaria que redujo la población a la mitad.

El pueblo ha sufrido un fortísimo proceso de modernización que ha llevado consigo la pérdida de numerosas muestras de identidad sin que haya edificios de especial relieve arquitectónico o artístico e incluso son muy pocos los elementos visibles de carácter popular, de manera que no hay más remedio que volver la mirada hacia la iglesia parroquial, dedicada a Santiago Apóstol. Antes de ella hubo otra, mucho más sencilla, de una sola nave, de piedra y yeso, con cubierta de madera, de modo que en el siglo XVIII decidieron sustituirla por otra de más prestancia y teniendo en cuenta que para entonces la población estaba aumentando con fuerza.

Es obra de mampostería con sillares en las esquinas y en el cuerpo inferior de la torre. La portada de acceso, de inspiración renacentista, es de piedra y se forma mediante un arco de medio punto sobre impostas con apoyo en pilastras laterales unidas por un entablamento y por encima una hornacina de casquete semiesférico con la figura ecuestre de Santiago y remate de una cruz de piedra; a ambos lados hay sendos óculos de sillería. En el interior es iglesia de una sola nave en planta de cruz latina, dividida en tres tramos apilastrados con bóveda de lunetos en el cabecero, de arista en el cuerpo principal y de anillo de cañón en los brazos laterales y una cúpula de media naranja en el crucero. El coro se encuentra en los pies; es de madera y apoya en una gran columna de piedra.

En el retablo mayor hay tres imágenes (Cristo Pantocrator, María y Santiago), tablas pintadas por Silvino Navalón cuando fue párroco del lugar, en la década de los 70 del siglo XX. Fue un cura muy activo y no solo en el terreno pastoral, sino también en el ámbito de las artes y las letras. Se trata de un retablo formado por repisas simétricas en las que se sitúan las pinturas. Hay otro retablo, dedicado a Santiago, en pasta de madera y dorados, obra moderna de Santiago Lara Molina, de Socuéllamos. Antes de la guerra civil, la iglesia contaba con cinco retablos, uno de ellos dedicado al Cristo de los Milagros, pero todos fueron destruidos durante el conflicto, por lo que la actual dotación artística es de elaboración moderna.

Aparentemente, la visita a Almonacid del Marquesado termina pronto, pues no parece que haya mucho que ver. Todo lo que se encuentra a la vista es de nueva construcción y solo con la mejor de las intenciones puede apreciarse el mérito de alguna calle cuyo trazado recuerda la estructura antigua del lugar. El viajero, que deambula premiosamente por ellas, encuentra las más agradables en la parte más baja del pueblo pues, pese a ser netamente manchego, no ocupa una llanura estricta, sino ligeramente inclinada. Pues allí, abajo del todo, donde se acaba Almonacid, está la calle de las Flores, simpática y ordenada, y también la de las Peñas, ennoblecida con la presencia de la biblioteca Inocente Morales y, a su lado, el centro social.

Lo que no falta nunca, en ningún momento, es el influjo ambiental que se desprende de la existencia y manipulaciones de los Diablos. No hace falta que sea febrero para sentir su influencia, el latido de sus cuerpos brincando por las calles, el estruendoso ruido de los cencerros. Ello marcan, desde luego, la propia existencia del pueblo que, pese a todo, es algo más que una Endiablada permanente.