Hace 570 años, en 1453, el 2 de junio, el cañetero más ilustre de la historia, el condestable de Castilla, don Álvaro de Luna, murió decapitado en el patíbulo, después de 'traicionar' a su señor, del que era favorito, el rey Juan II de Castilla, en la Plaza Mayor de Valladolid.
Este trágico e inevitable suceso, como no podía ser de otra manera, no pasó desapercibido para varios pintores románticos españoles del siglo XIX, que, a través de sus pinturas, recrearon y, en cierta manera, también resucitaron a esta trascendental figura del pasado histórico de una España, sin duda idealizada y proyectada entonces en un presente en busca de una clara identidad nacional, iniciada en el pasado medieval de los pueblos hispánicos…
El pintor e ilustrador madrileño, nacido hace 200 años, Eduardo Cano de la Peña, pintó en 1858 el lienzo titulado Álvaro de Luna, condestable y favorito del rey Juan II de Castilla, decapitado públicamente en la Plaza Mayor de Valladolid el 2 de junio de 1453, es enterrado de limosna en el cementerio de los ajusticiados extramuros de dicha ciudad, sin duda ninguna, la obra más importante de este reconocido y magnífico pintor.
Un cuadro de importantes dimensiones (alto: 2,43 cm. ancho: 2,95 cm) que actualmente se encuentra en el Museo del Prado, nuestra mayor pinacoteca, aunque está sin exponer y que fue realizado en una época en la que se 'repescaban' figuras destacadas del pasado histórico español para «reflexionar sobre lo efímero y peligroso del poder político». La escena –como han destacado los estudiosos de la época romántica española, tiene claras influencias de los magníficos maestros italianos del pasado– representa el lugar donde yace el cadáver del condestable, al que se le ha separado su cabeza y es velado por un joven paje, que a su vez está rodeado de frailes franciscanos que oran por el alma del ajusticiado y recaudan el óbolo popular destinado al enterramiento. La obra fue ampliamente reconocida, al recibir la primera medalla de la Exposición Nacional de Bellas Artes.
Otro de los genios de la pintura española romántica, Federico de Madrazo, se adelantó en el tiempo con esta misma temática, al pintar un boceto en 1837 titulado Don Álvaro de Luna en el patíbulo durante su estancia en la capital francesa, albergado en la actualidad en el Museo de Castres, que fue el primer antecedente del éxito que el personaje y su terrible ejecución dejó desde entonces reflejados en pinturas y textos literarios e historicistas decimonónicos.
Rodríguez Losada. Otra destacadísima pintura, también realizada al óleo, fue la ejecutada por pintor sevillano José María Rodríguez Losada en 1866 titulada Colectas para enterrar el cadáver decapitado de Don Álvaro de Luna, situado en la actualidad en el madrileño Palacio del Senado. La obra fue presentada por el pintor a la Exposición Nacional del citado año, obteniendo una 'simple' mención honorífica. El lienzo llegó al Senado español en 1908, y no cabe duda de que se convirtió en una de las obras más tétricas realizadas sobre el macabro suceso histórico y de la colección de la institución.
La escena representa en primer término el cuerpo en escorzo del condestable yaciendo sobre la tierra y colgada de un garfio, que está sujeto a un madero la cabeza del ilustre cañetero. Detrás, en un altar, un gran crucifijo, varios cirios y los monjes franciscanos orando al lado de un mendigo que deposita una limosna para el enterramiento del ejecutado... Esta pintura es deudora de la que realizó Cano de la Peña en 1858; Losada Rodríguez se inspiró en los textos de la Historia de España del Padre Mariana para darle a su obra todo el rigor y credibilidad posible.
El sacerdote e historiador escribió y describió de forma muy ilustrativa lo que aconteció en Valladolid en 1453: «En medio de la plaza de aquella villa tenían levantado un cadalso y puesta en él una cruz con dos antorchas a los lados y debajo una alfombra. Como subió en el tablado, hizo reverencia a la cruz, y dados algunos pasos, entregó a un paje suyo, que allí estaba, el anillo de sellar y el sombrero... Vio un garfio de hierro clavado en un madero bien alto: preguntó al verdugo para qué le habían puesto allí, y a qué propósito. Respondió él que para poner allí su cabeza luego que se la cortase... desabrochando el vestido, sin muestra de temor abajó la cabeza para que se la cortasen… Quedó el cuerpo, cortada la cabeza, por espacio de tres días en el cadalso, con una bacía puesta allí junto para recoger limosna con que enterrasen un hombre que poco antes se podía igualar con los reyes: así se truecan las cosas».