La capilla del Espíritu Santo, siempre abierta

José Luis Muñoz
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La capilla del Espíritu Santo, siempre abierta

Sobre la catedral de Cuenca se han escrito ya miles de páginas, la mayoría en términos de acierto y alguna acercándose al disparate, como es cosa común en las cuestiones que tratamos los seres humanos y por ello tampoco hay que rasgarse las vestiduras. El que es nuestro primer monumento (digo nuestro, en sentido colectivo, abarcando al conjunto de la ciudadanía, aunque la Iglesia prefiere considerar que es sólo de ella) ha estado sometido a los confusos avatares que los siglos han traído a este país y por supuesto a esta ciudad, pero me da la impresión de que los tiempos recientes, tan agitados en otros aspectos, han aportado a la catedral una especie de bonanza que, además, en los últimos años, ha encontrado un positivo impacto visual. Atrás quedan los recuerdos de aquel recinto oscuro, siempre apagado, con la práctica totalidad de sus capillas cerradas, un espacio frío, helador casi, que no invitaba a estar mucho tiempo dentro de él y cuyas bellezas, si las tenía, se apreciaban mejor leyendo las guías y viendo las fotos que intentando percibirlas por uno mismo.

Todo eso ha cambiado de manera radical en las últimos dos décadas. Una eficaz labor de restauraciones ha permitido recuperar capillas y obras de arte, incluyendo los dos magníficos órganos que, además, y como debe ser, suenan periódicamente porque de nada sirven los muebles sin sonidos; el claustro, al que en mis tiempos de periodista activo dediqué no se cuántos reportajes sobre su penoso estado, siempre pendiente de que se hicieran obras de rehabilitación, se encuentra ya abierto y disponible; aquel espacio oscuro y silencioso es ahora un ámbito luminoso, y no solo por la iluminación artificial, sino por el sorprendente cromatismo que le imprimen las geniales vidrieras que en momento feliz (y ampliamente discutido) se decidió incorporar para cubrir los huecos vacíos. Pero sobre todo lo que ha ganado la catedral es en un concepto muy de nuestro tiempo, que algunos pueden discutir o incluso rechazar, pero que forma parte de nuestra cultura y por ello no hay más remedio que acomodarse a él, porque vivimos en un territorio social marcado por nuevas tecnologías, modernos mecanismos de comunicación, audaces vínculos entre todas las artes y apertura a diferentes vías de conocimiento. La catedral de Cuenca es un eficaz ejemplo de modernización y utilización de los medios comunicativos y audiovisuales que definen a una sociedad moderna.

En ese proceso se ha producido también un importante cambio conceptual. Los tratadistas históricos acentuaban el papel de la catedral como la primera de estilo gótico que se levanta en la Castilla medieval, lo cual es totalmente cierto y ahí está, pero ahora se han puesto de relieve otros aspectos que resaltan la personalidad del templo como un gran monumento renacentista. La primera capilla que acoge el nuevo estilo es la de los Muñoz (1537), pero en esa misma década se levanta también el monumental y espléndido Arco de Jamete. En 1548 se realiza la portada de la capilla de Santa Elena. En la segunda mitad del siglo se traza la capilla del Espíritu Santo, diseñada por Juan Andrea Rodi. Hacia 1575, Juan de Herrera traza el primitivo claustro, de planta cuadrada, con arcos de medio punto y columnas toscanas. A finales de la centuria se realiza la capilla del arcipreste Barba, cuya portada se atribuye con total convicción a Andrés de Vandelvira. Es también el momento en que se va a definir la configuración del nuevo claustro, cuya decisión final se adoptó durante el obispado de Gaspar de Quiroga. Estos y otros muchos detalles configuran la catedral de Cuenca como un gran receptáculo del arte renacentista y es ahí donde encaja la mirada que aquí quiero significar hacia la capilla del Espíritu Santo, ahora abierta al público en todo momento e incluso un espacio en el que se dice la misa semanal o se ofrecen conciertos, algo impensable hace unos pocos años porque solo abría sus puertas los tres días de Pentecostés y a esas jornadas había que esperar para cruzar sus puertas (o tener amistad con el administrador del marqués de Cañete, que tenía las llaves).

La capilla del Espíritu Santo se encuentra fuera de los límites estrictos de la catedral, con acceso desde la galería oriental del claustro, con características propias y específicas, como si fuera (y en buena parte lo es) una iglesia independiente. Es un extraordinaro recinto arquitectónico y artístico, fundado por los Hurtado de Mendoza, marqueses de Cañete, para su propio enterramiento. La primitiva se levantó en 1440 por iniciativa de Juan Hurtado de Mendoza, pero en 1572 sus biznietos, Rodrigo y Francisco, decidieron derribarla y levantar otra con una disposición más ajustada a la moda de los tiempos, o sea, el Renacimiento, como consta en una leyenda situada alrededor del friso de la cúpula. El encargado de preparar el nuevo proyecto fue el milanés Juan Andrea Rodi, quedando la nueva capilla terminada a comienzos de 1576, aunque en 1601 se añadieron otros elementos, los sepulcros que conservan los restos familiares y que fueron encargados por el cuarto marqués, García Hurtado de Mendoza, a los marmolistas italianos Gerónimo Carcamo y Bartolomé Canchi. No es exagerado coincidir, con María Luz Rokiski, en que «obra de tales características no tenía precedentes en la arquitectura conquense», lo que le adjudica la condición de ser el primer edifico purista construido en la ciudad.

La planta es de cruz griega, cubierta con una cúpula de media naranja en el centro y un coro elevado. Juan Andrea Rodi, encontró una excelente oportunidad para dejar una muestra de su personalidad, ejecutando una obra de proporciones justas y sorprendente claridad estética. El altar mayor, de corte renacentista y orden corintio, es de una extraordinaria y serena belleza, realizado por el entallador Benito de Salceda, fechado en 1579, sobre diseño de Francisco de Mora, con pinturas del genovés Bartolomé Matarana. 

En las paredes de la capilla se encuentran repartidas las sepulturas de los Hurtado de Mendiza, todas ellas labradas en ricos jaspes y mármoles, e identificadas con la correspondiente leyenda.  El resultado final debió producir un notable impacto estético en la ciudad de Cuenca, sobre todo en los círculos artísticos que entonces mostraban una gran vitalidad y que no ocultaron su asombro ante el resultado de aquella singular propuesta renovadora en la vetusta ciudad y que hoy podemos ver y disfrutar, renovado, iluminado y abierto en todo momento.