La ciudad distópica

Leo Cortijo
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Pasear por Cuenca estos días es darse un baño en agua fría. Sus calles, nazarenas en primavera y mateas en otoño, emanan un aletargamiento en el que lo más triste sería acostumbrarse a ello. No hay apenas gente. No hay apenas vida

Calle Carretería - Foto: Reyes Martí­nez

La dañina evolución de la pandemia en las últimas semanas ha obligado a endurecer las restricciones sociales, devolviéndonos a tiempos pretéritos que creíamos olvidados. Pero para nada, el peligro seguía estando ahí y amenazaba con atacar. Lo ha hecho. Lo está haciendo. Y lo más difícil de asumir es que lo seguirá haciendo, aunque no sepamos todavía por cuanto tiempo. La única realidad es que el horizonte puede ser peor si todos y cada uno de nosotros no ponemos de nuestra parte. Podemos llegar a pensar que la tuerca ya no aguanta una vuelta más, pero sí lo haría. Por mucho que pueda dolernos.

Pasear por Cuenca estos días es darse un baño continuo en agua fría. Lo que ves, o mejor dicho, lo que no ves, te deja helado de pies a cabeza. No hay apenas gente. No hay apenas vida. Sus calles, nazarenas en primavera, sanjulianeras en verano y mateas en otoño, emanan un aletargamiento en el que lo más triste sería acostumbrarse a ello.

Después del confinamiento de marzo y abril, los conquenses salieron de nuevo a la calle. Los turistas, además, vinieron incluso en mayor número que otros años. Es cierto que no hubo fiestas mayores ni eventos de ningún tipo, pero la actividad se abría paso en enclaves fundamentales como la Plaza Mayor o Carretería. Comercios y negocios de hostelería salvaban la papeleta del oscurantismo al que les había sometido el encierro domiciliario. Aunque pertrechados con mascarillas y geles hidroalcohólicos, la gente inundaba las serpenteantes, patrimoniales y empedradas calles de un sitio, y las céntricas y vertebradoras del otro.

Plaza MayorPlaza Mayor - Foto: Reyes Martí­nez

De todo esto, poco o nada queda ahora. El toque de queda a partir de medianoche para cualquier vecino; el cierre perimetral de la región, que frena en seco la llegada de turistas de otras comunidades; y las severas medidas de nivel 3, que obligan a bares, restaurantes, cafeterías y pubs a cerrar sus puertas a las once de la noche, dibujan un escenario casi distópico. Calles sin una sola alma, mesas y sillas apiladas en las terrazas, candados en las puertas de los comercios... El pétreo frío del invierno que ya toca a la puerta. El silencio, entre lo tétrico y lo fantasmagórico. La actividad, sobre todo conforme languidece el día, se va reduciendo a pasos agigantados. Pasa del poco cuando brilla el sol a la absoluta nada cuando cae la noche. Como la trémula llama de una vela que se apaga lentamente.

A generar esa sensación contribuye el que Cuenca sea una ciudad cuyo pulmón económico es el turismo. Y con él, de la mano, la restauración. No son pocos los hosteleros conquenses que, directamente, han decidido echar la persiana conscientes de que así es imposible seguir en la brecha. La normativa actual les impide aforar más de un 30 por ciento de su capacidad en interior. Es imposible que los números salgan...

Sin margen alguno. Todavía les salen menos a aquellos que se dedican a la venta ambulante en mercadillos. Cuenca ya no es una de las paradas de su ruta habitual. Aquello de «¡bueno, bonito y barato!» ya no suena en los terrenos del Serranía como cada martes. Con distanciamiento entre puesto y puesto y aforo limitado, los comerciantes regresaron en mayo tras el obligado parón de marzo. Entonces pedían al cielo que esa dramática situación, que les llevó a no poder mover los trastos de su casa, no volviera a repetirse. Nadie escuchó sus plegarias. Menos de seis después, están como estaban.

Mercadillo municipalMercadillo municipal - Foto: Reyes Martí­nez

El tercer nivel de medidas especiales apenas deja títere con cabeza. Es el prólogo perfecto de las restricciones más estrictas. Bien sabe de ello, por ejemplo, el sector cultural, santo y seña de la ciudad. Cines, teatros, museos, auditorios y bibliotecas permanecen cerrados. El Teatro-Auditorio, sin ir más lejos, presentaba el 15 de octubre la programación de su reapertura con el lema «¡Arriba el telón!». Su directora, Nelia Valverde, aseguraba en rueda de prensa que la cultura es «segura y necesaria». Pues bien, solo dos semanas después, el guión de la obra –nunca mejor dicho– daba un giro tan inesperado como trágico: todo suspendido.

En esta ciudad distópica, en la que es imposible encontrarse ningún espectáculo, evento o actividad que pueda suponer la concentración de personas, las competiciones deportivas han pasado a mejor vida. Tres cuartos de lo mismo ocurre con las escuelas municipales, sean del índole que sean. Es la tristeza hecha norma. Tal cual. Sin remilgos, aderezos o alharacas. Es lo que hay y es lo que toca vivir. Cualquier otra forma de defenderlo es negar la evidencia, es ponerse una venda en los ojos... es la táctica del avestruz.

Teatro-Auditorio
Teatro-Auditorio - Foto: Reyes Martí­nez

Como para Dante lo fue Beatriz, en nuestro particular viaje a los infiernos hay un halo de esperanza. Un ejemplo de vida. Algo muy sencillo de llevar a buen puerto, básicamente, porque depende de cada uno de nosotros. Y de nadie más.