1976. "¡Qué feo está este tío con la peluca!"

Carlos Dávila
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1976. "¡Qué feo está este tío con la peluca!"

El clásico coloquialismo del Rey Juan Carlos I, hoy exiliado en Dubai, fue el propietario en aquel año de dos frases, mejor dicho, de una pregunta y una exclamación. Un caluroso, calenturiento políticamente, 3 de julio de aquel año, el Rey, que se había desembarazado días antes de Carlos Arias Navarro (Derribos Arias le llamaba) marcó el teléfono del denominado, por Fraga Iribarne Chuletón de Ávila, Adolfo Suárez, y le sorprendió solo un poco, un poco nada más, cuando tras la interpelación, le convocó de esta guisa: «...entonces ¿te puedes pasar por aquí?». Suárez nos dijo al cabo del tiempo que esperaba la llamada; la esperaba desde que, siendo él gobernador civil de Segovia, apareció literalmente por su despacho el entonces Príncipe de España, Don Juan Carlos de Borbón, que se escondió detrás de una cortina y jugando casi al escondite, le interrogó: «¿Quién soy, Adolfo?».

 

La escena es real; el cronista la conoció de boca de Suárez en el descanso de una partida de mus en Vitoria durante la campaña electoral de 1982. Departieron el visitante improvisado y el anfitrión estupefacto y al cabo de un ratín (vocablo castizo de Suárez) el Rey se sacó un papel de la chaqueta, se lo entregó a su sorprendido interlocutor y le dijo así: «Cuando yo sea Rey quiero que se haga esto». Seis puntos que apuntaban textualmente a la instalación de la democracia española.

Don Juan Carlos nunca ha narrado este episodio, Suárez, sí. Quizá para desmontar el literario montaje que se ha hecho de su nombramiento o para apuntarse un poco más el tanto de la Transición. Durante todos los años de ejercicio de su Reinado, el Monarca, ahora exiliado, ha callado muchas más cosas de las que se le suponen a un hombre parece que tan dado a la confidencia e incluso a la indiscreción. Pero, volvamos un momento a la exclamación citada en el titular. Cuatro días antes, corría diciembre, de la detención de Santiago Carrillo Solares, un compañero de Academia del Rey, posteriormente muy nombrado en el golpe de Estado del 81, le mostró al Rey en La Zarzuela la foto, realizada por los Servicios de Información del Estado, de una persona con gabardina y peluca fumándose un pitillo de la marca Peter Stuyvesant. «¿Quién es ese?», preguntó el Rey. La respuesta del colega de Armas fue: «Santiago Carrillo Solares, secretario general del Partido Comunista de España». Tras el asombro, Don Juan Carlos dejó esa frase anunciada arriba para una posteridad que nunca la ha revelado: «¡Qué feo está este tío con la peluca!». 

La peluca se la había peinado a Carrillo un artista del pelo, Gonzalo Arias, y la pagó, como todos los gastos de Carrillo, un ricachón comunista, Teodulfo Lagunero, que le había paseado por media Europa para que el preboste se diera a conocer, incluso le tuvo alojado casi un mes en un palacete de Cannes, Costa Azul, todo agosto. Aquel año en que Carrillo salió del armario de la clandestinidad, habían ocurrido dos sucesos que violentaron, hasta casi hacerla imposible, la Transición urdida tras la muerte de Franco: la huelga de Forjas Alavesas en Vitoria que duró 54 días y que se saldó con tres muertos tras aquel grito de Fraga, ministro del Orden entonces: «¡La Calle es mía!», y la guerrilla de Montejurra, la colina de Irache en Navarra, donde dos bandos carlistas de dos hermanos igualmente estúpidos, Hugo y Sixto de Borbón, se enfrentaron a tiros, unos empeñados en defender su conversión al comunismo y otros, en plan Guerrero del Antifaz, entonando los principios de la Santa Tradición.

España era un hervidero al tiempo de miedo y de esperanza trufado de una lluvia de acontecimientos que parecían devolvernos, ya en la década de los 70 del siglo XX, a los tiempos de la España tardía y negra. Los periódicos, la única televisión oficial y las radios que aprendían a desembarazarse del censor Parte de Radio Nacional de España: «Caídos por Dios y por España...» se ocupaban abundantemente de un estrafalario sujeto, Clemente Rodríguez que, con dinero llegado de la ultraderecha católica universal, había fundado en las cercanías de Utrera, en Sevilla, la Hermandad de la Santa Faz, una congregación que agrupaba primero a curas heterodoxos, luego a obispos consagrados como tales por un arzobispo vietnamita, y que llegó a recaudar la cuantiosa suma de 30 millones de dólares. Aquello se transformó con el tiempo en un lupanar homosexual y hoy, 50 años después, aún perviven una centenar de curas, monjes, monjas y obispos parece que en situación de extrema pobreza.

Era la España de Puerto Urraco contra la España que en el Senado aprobó la Ley que ha permitido que los Aitor se inscriban así en el País Vasco, que logró destrozar los restos de la censura imbécil que nos había querido salvar de todos los males, y que a regañadientes, aceptó proyectar una inocente película: Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino,  que había permanecido cinco años prohibida en los chivaletes de Información y Turismo. 

Los compatriotas hacíamos risas diversas con el hecho de que el Rey en las monedas que había acuñado la Fábrica Nacional también del Timbre, mirara a la izquierda, mientras en las de Franco («Caudillo de España por la gracia de Dios», ¿recuerdan?) la vista se dirigía siempre a la derecha. Una casualidad significativa sin duda de lo que nos esperaba. No era exactamente la España cañí, pero casi, casi según se constató en la multitudinaria boda de Rocío Jurado con el boxeador Pedro Carrasco del que luego se separó tras dedicarle una canción alusiva que rezaba de esta guisa: «Hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigo…».

La nueva España de la Transición iniciada lo soportaba todo y más aún después de que nacieran casi al unísono tres periódicos: El País, Diario 16 y el separatista Avui. 

Los extranjeros aún nos observaban con recelo a pesar de que tampoco ellos tenían mucho de qué presumir; sin ir más lejos Estados Unidos, que eligió como presidente a un cacahuetero de Georgia, Jimmy Carter, del que el New York Times llegó a escribir: «Es un milagro que Jimmy sepa andar y mascar chicle al mismo tiempo». Después de todo, como se ve aquí, con Suárez, comenzábamos a no estar tan mal, a pesar de aquel artículo nervioso de Ricardo de la Cierva que saludó la elección del abulense con un desdeñoso: «¡Qué error, qué inmenso error!». Suárez, que las guardaba todas, le hizo más tarde ministro de Cultura, De la Cierva se quiso recomponer con él y le entregó un manuscrito aún inédito y  que al parecer todavía existe: Historias erótico-políticas de la Transición. El libro, nos dijo Suárez al cronista y al periodista de El País Victorino Ruiz de Asúa que terminaba de este modo. «...y me he callado mucho». Tranquilos pues los supervivientes.